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La mirada moralista: la imagen del dramaturgo en la controversia sobre la licitud del teatro*

 

 

ALEJANDRO GARCÍA REIDY

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

© 2011 Midesa s.r.l

 

 

A la hora de estudiar el marco social y cultural de la Comedia Nueva, así como la historia de su recepción coetánea, es imprescindible atender al conjunto de textos que abordan el teatro desde la perspectiva de su legitimidad moral.[1] Este corpus, en el que se incluyen textos de muy variada naturaleza (desde reflexiones puntuales que forman parte de obras sobre otras materias, pasando por tratados dedicados por entero a la cuestión de la licitud del teatro, hasta documentos oficiales del estado), constituye un rico caudal de información acerca de cómo era percibido el fenómeno teatral en los siglos xvi y xvii entre aquellos autores preocupados por cómo podía afectar a la moral pública. Este discurso moralista surgió con fuerza en España (así como en otros países europeos, como Italia, Francia e Inglaterra) a partir de la segunda mitad del siglo xvi, cuando hombres de leyes y de fe tuvieron que enfrentarse con un nuevo tipo de teatro inserto en un particular contexto social y cultural, en el que el hecho dramático se había extendido y especializado al convertirse en un fenómeno profesionalizado de entretenimiento masivo. Es entonces cuando comienza a configurarse la controversia y el debate en torno a la licitud del teatro, con autores que se replican unos a otros aportando una serie de argumentos en favor o en contra de la moralidad del teatro, muchos de los cuales se repiten sin apenas alteraciones a lo largo de los años.

Tal y como han puesto de manifiesto los críticos que se han acercado a estos textos[2], los adversarios del teatro se centraron principalmente en los efectos que las representaciones podían tener sobre el público, tanto las que tenían lugar en los corrales como las que se desarrollaban en espacios públicos (especialmente las representaciones por el Corpus, dada su temática religiosa y tocante al dogma). Esta preocupación entre determinados sectores del poder civil y eclesiástico por controlar la moral pública llevó a los detractores del teatro a dirigir sus críticas preferentemente hacia la teatralidad del hecho dramático, concretamente hacia los actores, a quienes se acusaba de corromper la moral pública con sus gestos, movimientos y devaneos, que despertaban en el público pulsiones sensuales, apartaban al espíritu de la religión e incitaban a la gente a la lujuria y otros pecados no menos mortales. Ciertamente, la mayoría de los casos en los que la polémica ética abandonó el plano meramente teórico para irrumpir en la vida real fueron actores y actrices los afectados, quienes fueron denunciados en más de una ocasión de socavar la moralidad pública. No obstante, también los dramaturgos sufrieron las conse­cuencias de esta polémica, como señalaron en su día Wilson (1967: 160) y Sanchis Sinisterra (1981: 145). Recuérdese el caso emblemático de Tirso de Molina, censurado en 1625 por la Junta de Reformación por motivos morales, al ser acusado de causar escándalo con sus “comedias que haçe profanas y de malos inventivos y exemplos” (González Palencia, 1946: 83), pese a que esta censura escondía sobre todo un ataque proveniente de sus enemigos en la corte. No se olvide tampoco que un episodio impor­tante en la polémica estalló a raíz de la aprobación del Padre Guerra a una de las Partes de comedias de Calderón de la Barca. Por ello, las páginas siguientes están dedicadas a ofrecer una primera aproximación al lugar que ocupa la figura del dramaturgo en los textos de la polémica ética y la imagen que de ellos se ofrece, concretamente —por cuestiones de espacio y porque fueron en gran medida quienes marcaron el ritmo del debate— en aquellos polemistas que se posicionaron en contra del teatro.

La primera observación tras un análisis de este corpus es que los moralistas contrarios al teatro dedicaron poca tinta a atacar a los dramaturgos; ciertamente mucha menos que a los actores. Encontramos en algunos casos meras condenas generales de los dramaturgos por el hecho de participar del fenómeno teatral y, por consiguiente, ser también responsables de la inmoralidad que difundían los actores desde los tablados. Así, fray Antonio de Arce, quien escribió contra las comedias en el siglo xvi, es citado por moralistas posteriores como alguien que quería “desterrar los poetas de estas cosas” (Cotarelo, 1904: 65), expresión idéntica a la empleada en 1621 por Fr. Alonso de Ribera en su colofón a la condena de la representación de obras de tema sacro en el marco de las fiestas del Corpus: “no sólo se habían de derribar los teatros y desterrar los poetas destas cosas, sino cerrar las puertas de las ciudades y pueblos a los comediantes” (Cotarelo, 1904: 521). Si estos autores abogan por que los poetas dejen de escribir para el teatro, hay quien, en su condena general de los dramaturgos, se muestra mucho más riguroso. El anónimo autor de los Diálogos de las comedias, escritos hacia 1620, señala que “los que an compuesto esta mala pestilencia de comedias, si no an sido castigados como merecen y no se an remediado con la penitencia, cada vez que se leen o reppresentan estas sus farsas tienen en el infierno pena particular”. Considera el anónimo autor que el éxito en los teatros ha contribuido a la corrupción moral de los propios dramaturgos, pues son “soberbios […] Poetas desvaneçidos” (Anónimo, 1990: 64-65), y defiende, como única forma de evitar la condenación eterna, por que todos ellos hagan penitencia pública, abjuren de sus escritos y aboguen ellos mismos por la prohibi­ción de que se escriban o representen más comedias.

Cuando los polemistas entran un poco más en detalle, encontramos que la princi­pal acusación que se vierte contra los dramaturgos se centra en el contenido inmoral de las obras que escriben, particularmente por el hecho de que la mayoría de comedias incluyen intrigas amorosas y torpes. Una mayoría de autores considera que la culpa de estos argumentos torpes radica en el público, pues los dramaturgos no hacen más que seguir el desviado gusto del vulgo al escribir sus obras. Así el P. Camargo, en su Discurso teológico (1689), ejemplifica esta crítica con lo que le sucedió a su amigo Gonzá­lez de Bustos, quien vio su comedia Los españoles en Chile silbada y arruinada por el público por ser la obra, según Camargo, “modesta y casta” (Cotarelo, 1904: 122) y no plegarse a los gustos indecorosos de los espectadores. El anónimo autor de los Diálogos de las comedias también hecha mano del argumento de que es el público quien pide comedias de temática amorosa y replica aludiendo al éxito que también tienen los autos sacramentales, así como las comedias de temática religiosa representadas en corrales, colegios, universidades y palacio. Defiende a su vez que los dramaturgos deberían tomar sus argumentos de la Biblia, donde se pueden encontrar historias que entretengan al público sin corromperlo. Luis Crespi de Borja, en su Respuesta a una consulta sobre si son lícitas las comedias que se usan en España (1649), señala que a menudo el carác­ter lascivo de las representaciones radica no tanto en los textos escritos, que pueden llegar a pasar la censura preceptiva, sino en la representación. No obstante, reconoce también la parte de culpa de los poetas, que con sus palabras son capaces igualmente de despertar sentimientos lujuriosos tanto entre espectadores como lectores de comedias:

 

Finalmente, en los libros de comedias hay tanto provocativo que hace temblar al más casto. ¿Qué es posible que no provoca decir un hombre a una mujer “mi vida, mis ojos, mi alma, mis amores”, etc., y a la margen el autor, “abrázanse”, etc.? ¿Tampoco provocar salir una mujer medio desnuda o salir vestida de hombre? Describir con aguda invención, de manera que se entienda, una mujer desnuda, cubierta sólo de un velo transparente, con artificioso modo, tan por menudo que se pinte lo más deshonesto, ¿tampoco provoca? Esto y mucho más he hallado yo en la Parte xli de comedias de varios autores en media hora que la he mirado (Crespi de Borja, 1649: 58).

 

Gonzalo Navarro Castellanos, en sus Discursos políticos y morales en cartas apologéticas contra los que defienden el uso de las comedias modernas que se representan en España (publicados póstumamente en 1684), también alertaba de que el ejemplo de los malos poetas que se entregaban a los gustos del público animaba a otros a dedicar sus plumas a los mismos indecentes menesteres literarios:

 

Esta es la causa de no haber lucido algunos grandes ingenios españoles, porque viéndolos humillarse y abatirse tanto al gusto del vulgo, se atrevieron otros a lo mismo que ellos, y escribieron comedias tan poco artificiosas que en pocos años las más servirán de envolver especias; con que los buenos que pudieran ser estimados y aplaudidos de todos, después de haber relajado las costumbres de su patria y desterrado della las virtudes, aun no pudieron lograr entre los hombres del siglo aquella vanagloria que los antiguos lograron con el arte (Cotarelo, 1904: 486).

 

Otros polemistas, en cambio, relacionaron la depravación que se observa en los argumentos de muchas comedias no sólo con los gustos del público y la tiranía que éste ejercía sobre los poetas, sino también con las compañías profesionales y, más en concre­to, con las relaciones comerciales propias de la Comedia Nueva. Estos moralistas denuncian que las compañías de actores no se preocupan más que por satisfacer los gustos del público sin atender a si se ajusta a la moral o no y, por consiguiente, adquieren de los poetas sólo aquellas comedias que tratan de amores, de manera que la integridad moral y artística del dramaturgo queda apartada e ignorada en favor del mero interés económico. En el conflicto entre el mercado y los escrúpulos morales —se denuncia en estos textos— estos últimos quedan postergados en favor del vil metal, de manera que la solución para impedir que los dramaturgos caigan en esta tentación radica, para estos autores, en eliminar a los intermediarios entre el público y los poetas, es decir, los actores. El P. Tamayo escribía en 1679 que la solución para poner fin al teatro, una práctica que consideraba más nociva para los jóvenes que el Horno de Babilonia, consistía en prohibir por ley los argumentos que no fuesen castos y, más importante aún, en deshacer las compañías de actores, “gente vil, ociosa y que tiene por oficio estragar las buenas costumbres”, de manera que los dramaturgos ya no podrían escribir más comedias inmorales al no tener compradores a los que vender sus obras: “y de camino quedarán desatentados los poetas cómicos excusando el trabajo de componer comedias que no han de poder feriar” (Cotarelo, 1904: 561). No deja de ser curiosa la propuesta que hace el P. Tamayo de aprovechar el fundamento comercial del teatro como mecanismo coercitivo contra los dramaturgos. Unos años más tarde será el ya citado Navarro Castellanos quien también considere a los actores responsables de que los poetas escriban las comedias degeneradas que pueblan los escenarios. Navarro comienza por trazar un intento de historia del teatro español hasta su época, en la que Lope de Vega ocupa un lugar destacado, para luego negar que la comedia moderna se encuentre en la cumbre de su perfección, como pretenden sus apologistas (para lo que cita en su apoyo la crítica de Cervantes al teatro de su época hecha en la primera parte del Quijote). En este caso nos encontramos con que Navarro parte de una concepción clasicista del arte, lo que lo lleva a considerar que, aunque existen poetas “ingeniosos” que han escrito comedias que pueden igualarse con las griegas y latinas, la mayoría han echado a perder su potencial literario al abandonar “el arte y el estudio” debido al interés y al beneficio que les reporta escribir para los escenarios. Este interés económico está motivado, para este polemista, por las compañías de actores, “que no hacen diferencia entre las comedias buenas y las malas, y pagan más aquellas que se acomodan a las torpes desenvolturas del teatro, con que juntan mucho pueblo, que es en lo que consiste su mayor ganancia” (Cotarelo, 1904: 486). Es interesante notar cómo algunos de estos polemistas, en sus críticas, situaban a los dramaturgos en el contexto socio-económico específico de la Come­dia Nueva, resaltando la interdependencia que se establecía entre los agentes fundamen­tales del fenómeno teatral: público, actores y dramaturgos. Frente al caso de otros pole­mistas que atacan el teatro desde una abstracción teórica no basada en la realidad coetá­nea, en estos casos los dramaturgos sí que son presentados en su contexto social: la de tener que satisfacer a público y compañías con las comedias que escribían.

He señalado que Navarro Castellanos abordó la crítica moralista del teatro en relación con su visión clasicista de la literatura dramática. Un caso similar lo constituye Cristóbal Suárez de Figueroa, quien se acerca en su Plaza Universal (1615) al problema moral del teatro de su época desde su posición de defensor de una poética clasicista. En estos casos, pues, la polémica ética se nutre de la polémica estética en busca de argumentos contra el teatro de su tiempo, un fenómeno advertido por Florit Durán (Florit Durán, 1995: 291). En el pasaje en cuestión referido a los dramaturgos, Figueroa localiza la causa de que las comedias de su tiempo se caractericen por la falta de moralidad y de cualquier elemento didáctico provechoso en el hecho de que los dramaturgos hayan abandonado las reglas del arte y se nieguen a escribir argumentos de corte clásico para, en cambio, atender los gustos modernos del público:

 

Los autores de comedia que se usan hoy, ignoran o muestran ignorar totalmente el arte, rehusando valerse dél con alegar serles forzoso mediar las trazas de las comedias con el gusto moderno del auditorio, a quien, según ellos dicen, enfadarían mucho los argumentos de Plauto y Terencio. Así, por agradarle (alimentándose con veneno), componen farsas casi desnudas de documentos, moralidades y buenos modos de decir, gastando quien las va a oír inútilmente tres o cuatro horas, sin sacar a fin de ellas algún aprovechamiento (Cotarelo, 1904: 557).

 

Las obras antiguas, en cambio, son presentadas por Figueroa como un modelo de conducta por cuanto se caracterizan por sus “sentencias morales” y por tener no sólo una finalidad lúdica (“mover a risa”), sino esencialmente didáctica (“el arte de vivir sabiamente”). Figueroa considera que el hecho de que se haya abandonado esta poética clasicista conlleva a su vez a que quienes escriben para los escenarios ya no deben tener una esmerada educación y una formación clasicista, de manera que, en la práctica, cualquiera puede darse a escribir comedias para los corrales, incluso personas con oficios mecánicos. La ausencia de formación intelectual de los dramaturgos, por consiguiente, es percibida por Figueroa como una de las causas de que se escriban comedias que no sólo no siguen el arte, sino que están llenas de obscenidades y de argumentos inmorales, con lo que ofrecen pésimos modelos de conducta para el público:

 

No se acaban de persuadir estos modernos, que para imitar a los antiguos, debrían llenar sus escritos de sentencias morales, poniendo delante los ojos aquel loable intento de enseñar el arte de vivir sabiamente, como conviene al bien cómico, no obstante tenga por fin mover a risa. Mas, al contrario, descubren los más poetas cómicos ingenio poco sutil y limitada maestría, siendo lícito a cualquiera elegir el argumento a su gusto, sin regla o concierto. Así se atreven a escribir farsas los que apenas saben leer, pudiendo servir de testigos el Sastre de Toledo, el Sayalero de Sevilla y otros pajecillos y faranduleros incapaces y menguados. Resulta deste inconveniente, representarse en los teatros comedias escandalosas, con razonados obscenos y concetos humildísimos, lleno todo de impropiedad y falto de verisimilitud. Allí se pierde el respeto a los Príncipes y el decoro a las reinas, haciéndolas en todo libres y en nada continentes, con notable escándalo de virtuosos oídos. Allí hablan sin modestia el lacayo, sin vergüenza la sirviente, con indecencia el anciano, y cosas así (Cotarelo, 1904: 557-58).

 

No fue Figueroa el único en apuntar a la falta de formación literaria e intelectual de los dramaturgos como causa de la inmoralidad de las comedias que se escribían. A final del siglo xvii, el P. Pedro Fomperosa y Quintana redactó un folleto titulado El buen zelo (1683) en el marco de la polémica suscitada por la aprobación del P. Guerra. Entre sus avisos de los nefastos efectos del teatro sobre los jóvenes se hallan unas líneas dedicadas a denunciar que parte del problema de la inmoralidad del teatro radica en las falta de formación de los dramaturgos. Considera Fomperosa que hay poetas que carecen de “discreción” para saber plantear correctamente en escena los problemas que rodean al vicio y la virtud, al igual que están faltos de “las doctrinas místicas” y “el santo temor de Dios” necesarios para guiar al público por la senda de la virtud. A ello se suma el hecho de que no hay nada que impida a quienes carecen de la “ciencia” necesaria para ser poetas escribir comedias para el teatro: “Como la facultad de la cómica no tiene exa­men, no todos los que escriben comedias tienen aquella ciencia universal que requiere Platón en el que ha de ser poeta y no versificante” (Cotarelo, 1904: 265).

En la misma línea se encuentra el anónimo autor de la sátira Contra los poetas cómicos, libelo que circuló tras el cierre de los teatros en 1646 y cuyo autor dirigió sus dardos particularmente contra los dramaturgos por los despropósitos que, desde una mirada clasicista, presentaban sus comedias. Al igual que sucede en el caso de Suárez de Figueroa, las acusaciones lanzadas desde la vertiente estética resuenan también en el campo ético, dado que estas mismas comedias son también las culpables de estragar las costumbres del público: “Dejo cuánto adulterio, cuánto incesto / como han ocasionado a gente tanta, / no perdonando a bajo ni alto puesto”. Los argumentos deshonestos de las comedias, con sus estupros de reinas e infantas, el poco respeto hacia la religión y la falta de seguimiento del decoro social provocan además un daño al conjunto de España al proyectar una imagen liviana del país al resto de naciones (“El león por el gallo se interpreta”, Cotarelo, 1904: 546). Los dramaturgos, pues, ocasionan el debilitamiento de la moral pública, deshonran la patria y la convierten en el hazmerreír de Europa, según concluye el autor de la sátira.

Es de notar que en varios de pasajes encontramos condenas específicas de algu­nos dramaturgos e incluso se citan los títulos de comedias percibidas como ejemplo de inmorali­dad. Respecto a los dramaturgos, es Lope de Vega quien concentra el mayor número de críticas por parte de los polemistas contrarios al teatro. En una fecha como 1620, en la que el Fénix era el dramaturgo español de mayor prestigio, el anónimo autor de los Diálo­gos de las comedias, por ejemplo, le denomina “lobo carnicero de las almas”, y minimi­za su capacidad como escritor al considerarlo incapaz de componer comedias que puedan igualarse en calidad a las historias de la Biblia, pináculo del buen arte. Por el contrario, son las suyas comedias que sólo ofrecen “risa” y “ayre”, y cuyos “enrredos todos se parecen unos a otros”. Como hemos visto en otros casos, las condenas éticas se entretejen con las estéticas, dado que acusa al Fénix de escribir comedias que están llenas de “impropiedades” y “disparatadas mentiras”, y de presentar una cortísima ca­suística de argumentos que se repiten una y otra vez: “todos tienen unos mismos fines, todos se cansan y todos se conciertan” (Anónimo, 1990: 87-88). En 1630 el P. Pedro Puente Hurtado de Mendoza se refirió a la abundante producción de Lope mencionando las mil comedias que había escrito (“Mille comoedias fertur compouisse”) y las veintiuna Partes de comedias que para entonces había dado a la imprenta (“unum et viginti earum volumina evulgasse”), pero lo hizo no en tono laudatorio, sino para condenarlo por ser peor que mil demonios (“quibus plura peccata invexit in orbem quam mille daemones”, Cotarelo, 1904: 364). Es curioso constatar que a veces la condena moral no provino de un moralista que hablaba en nombre propio, sino de un organismo oficial como el mis­mísimo Consejo de Castilla. Así sucede en la consulta que se elevó al monarca a petición suya en 1644 en relación con las comedias que se representaban en Madrid. El Consejo dictaminó que convenía que se prohibieran las comedias, aunque fuera de forma provisional y hasta que las guerras que mantenía Castilla llegaran a su fin. Entre las condiciones que estableció el dictamen del Consejo para que eventualmente pudiera representarse figuraba una que pedía que las materias tratadas en el escenario fueran “materias de buen exemplo”, como las “vidas y muertes exemplares, de hazañas valerosas, de gobiernos políticos, y que todo esto fuese sin mezcla de amores”, para lo cual sería necesario pro­hibir casi todas las comedias que se habían representado hasta la fechas, “especialmente los libros de Lope de Vega, que tanto daño habían hecho a las costumbres” (Cotarelo, 1904: 164). Si el Consejo de Castilla consideró al Fénix una mala influencia para las costumbres españolas, Fr. Pedro de Tapia no dudó en referirse a él en diversas ocasiones —según recoge su biógrafo— como el causante de un mal más nefasto para el país que las herejías de Lutero que habían estragado Alemania (“había hecho Lope de Vega más mal con sus comedias en España, que Lutero con sus herejías en Alemania”, Cotarelo, 1904: 564).

Como he señalado, la mayoría de los polemistas sólo dedican breves pasajes a tratar la cuestión de la responsabilidad de los dramaturgos en la moral de la época. Entre las excepciones encontramos a Luis Crespi de Borja, quien dedicó un capítulo completo a los dramaturgos en su citada Respuesta a una consulta sobre si son lícitas las come­dias que se usan en España. Por este carácter excepcional cerraré este estudio con unas breves referencias a este capítulo. El discurso de Crespi de Borja está dividido en cuatro puntos tocantes a las comedias, siendo el primero de ellos el titulado “Si es lícito com­ponerlas”. Según Crespi de Borja, quienes escriben “palabras torpes, los cantares, las se­ñas” están en pecado mortal por el hecho mismo de decir estas palabras o componerlas. Alega Crespi que las comedias han corrompido no sólo a “personas fáciles y ya inclina­das, sino ya a las muy fuerte y castas han pervertido y hecho caer en flaquezas de sen­sualidad y deleites de cosas sensuales que no sabían antes de verlas” (Crespi de Borja, 1649: 18). La escritura de estas comedias que no hacen más que pervertir a quienes asisten a los teatros o a quienes leen los textos impresos se equipara con la escritura de sátiras o libelos difamatorios, una práctica condenada por la Iglesia precisamente porque provocan que la gente pierda la castidad. Con este razonamiento Crespi de Borja preten­de argumentar que la Iglesia, en cuanto institución, no permite la escritura de comedias, pues condena enérgicamente una práctica que causa los mismos efectos nocivos que la sátira. El carácter lascivo de estos textos radica especialmente en el fuerte componente amatorio que los dramaturgos imprimen a sus comedias, de manera que si se cotejan con el Ars Amandi de Ovidio, las comedias de Terencio, la Celestina “y otros prohibi­dos por la santa Inquisición” por ser provocativos y contrarios a las buenas costumbres, hay “mucho más de amatorio y de lascivo, y con modo más artificioso y más agudo en los [libros] de que hablamos que en aquellos, y que el artificio y agudeza destos es mayor ocasión de que se imprima en la voluntad y la memoria lo lascivo que lleva en­vuelto”. Por último, Crespi de Borja considera que “si los autores destas cosas fuesen personas eclesiásticas sería mucho mayor pecado porque les faltaría la calidad de la congruencia de las personas que pide Santo Tomás” (pp. 19-20).

En resumen, con estas páginas he querido recorrer los principales argumentos contra los dramaturgos que los polemistas contrarios al teatro presentan en sus discursos. Estas críticas, que abordan desde el contenido de los textos que escriben hasta sus aptitudes literarias, configuran una variada imagen de los poetas dramáticos, que aborda desde sus relaciones con actores y públicos pasando por su formación intelectual. Frente a esta crítica se alzarán las voces de los apologistas del teatro, quienes no dudarán en defender la labor de los poetas dramáticos y de los beneficios que su oficio reporta a la sociedad. Mas quede este otro lado de la polémica para un estudio posterior.

 

 

Bibliografía

 

 

Anónimo (1990): Diálogos de las comedias, ed. L. Vázquez, Madrid, Revista Estudios.

 

Cotarelo y Mori, Emilio (1904): Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España, Madrid, Est. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos [reproducción facsimilar a cargo de José Luis Suárez García (1997), Granada, Universidad de Granada].

 

Crespi de Borja, Luis (1649): Respuesta a una consulta sobre si son lícitas las comedias que se usan en España. Dala con un sermón que predicó de la materia…, Valencia, herederos de Crisóstomo Gárriz, 1649, bnm, sign. 2/34062(1).

 

Florit Durán, Francisco (1995): “Los Diálogos de las comedias y el arte reformado de hacer comedias en aquellos tiempos”, en La comedia, ed. J. Canavaggio, Madrid, Casa de Velázquez, pp. 291-301.

 

González Palencia, Ángel (1946): “Quevedo, Tirso y las comedias ante la Junta de Reformación”, Boletín de la Real Academia Española, xxv, pp. 43-84.

 

Sanchis Sinisterra, José (1981): “La condición marginal del teatro en el Siglo de Oro”, en III Jornadas de Teatro Clásico Español, coord. J. Monleón, Madrid, Dirección General de Música y Teatro, pp. 95-145.

 

Vitse, Marc (1990): Éléments pour une théorie du théâtre espagnol du xviie siècle, Toulouse, Presses Universitaires du Miral.

 

Wilson, Edward M. (1967): “Nuevos documentos sobre las controversias teatrales: 1650-1681”, en Actas del segundo congreso de la Asociación de Hispanistas, eds. J. Sánchez Romeralo y N. Polussen, Nimega, Instituto Español de la Universidad de Nimega, pp. 150-170.

 



* Este artículo fue publicado en 2008 en Lectores, editores y audiencia: la recepción en la literatura hispánica, en María Cecilia Trujillo Maza (dir. y coord.), Vigo, Academia del Hispanismo, pp. 205-211. La versión en línea que aquí presentamos ha sido revisada (© 2011 Midesa s.r.l.).  

[1] El presente trabajo se sitúa en el marco de la investigación que realizo gracias a una beca de Formación de Profesorado Universitario del Ministerio de Educación y Ciencia (ap2003-4900) y se ha beneficiado de mi participación en el proyecto de investigación Diccionario biográfico de actores del teatro clásico español (difusión y actualización de la base de datos), dirigido por la Dra. Teresa Ferrer Valls (Universitat de València) y financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia (referencia hum2005-00560/filo) y fondos Feder.

[2] Aparte de las consideraciones hechas en su día por Cotarelo al recopilar una parte fundamental de los textos que tratan sobre la controversia ética (Cotarelo, 1904), es imprescindible el estudio que dedicó Marc Vitse a esta cuestión en su libro Éléments pour une théorie du théâtre espagnol du xviie siècle (Vitse, 1990: 31-168). Para una panorámica general y bastante actualizada acerca de los estudios sobre la polémica ética, remito a la bibliografía incluida por Suárez García en su edición del libro de Cotarelo.