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1.1. Breves apuntes sobre la realidad laboral de la mujer en los siglos XVI y XVII

 

 

Los siglos XVI y XVII representan una época previa a la industrialización, la cual separó el espacio de producción de la célula doméstica. En esta época, patriarcal y preindustrial, resulta difícil definir la noción de trabajo femenino y por lo tanto la aportación económica en él de la mujer. Y no sólo por tratarse de una realidad ignorada como consecuencia de la estructuración patriarcal de la sociedad en la que se manifestaba, sino porque la escasez de fuentes con la que hasta hoy han contado los estudiosos no siempre ha permitido conocer el alcance real de la aportación femenina al proceso productivo. Unas lagunas que no siempre coinciden necesariamente con una inactividad de las mujeres, sino con el hecho de que en los documentos catastrales sólo se consignaba al “cabeza de familia”, ya que era éste el responsable de todos los miembros de su unidad doméstica.

Las mujeres, pues, estaban escasamente presentes en las fuentes económicas, lo que no significa que se abstuviesen de realizar actividades productivas, como prueban muchos documentos notariales que dan constancia de que algunas mujeres en la época firmaban documentos, compraban y vendían casas y propiedades, las arrendaban, es decir, se hacían responsables en primera persona de una serie de actos legales y económicos que, aunque la mayoría de las veces adquiriesen sentido solamente con la aprobación sucesiva o previa (poder) de una figura masculina (padre, hermano mayor, cónyuge), dan constancia del papel activo que, a nivel económico, algunas mujeres llegaron a desempeñar. Es lo que también hemos constatado en las páginas anteriores al comentar el caso de Elena Osorio quien, aunque no fue actriz, desempeñó un importante papel en relación con los asuntos económicos de su familia y, en particular, de su padre, el autor Jerónimo Velázquez.

A pesar de contar con protocolos notariales o con documentos inquisitoriales, que son los documentos objetivos que nos pueden ayudar a reconstruir el papel de la mujer ejercido en el ámbito productivo y económico de la época, sin embargo, quedan preguntas sin respuesta, ya que los documentos sólo dan constancia de una realidad, es decir, la que encuentra un reflejo en ellos. Así, los documentos inquisitoriales pueden revelar algunas de aquellas actividades que, ejercidas por mujeres, eran perseguidas o sancionadas, mientras que los documentos notariales se hacen eco de aquellas actividades laborales que se formalizaban, por ejemplo, a través de los contratos, pero no reflejan todas aquéllas que se realizaban en el ámbito doméstico y que no producían por ello mismo documentación alguna, y con ellas me refiero, por ejemplo, a la industria rural.

Por esto, y para mejor conocer la realidad laboral de la mujer en estos siglos, se hace fundamental también acudir a otras fuentes, quizás menos objetivas, pero también útiles, como las literarias, y entre ellas, cómo no, a los textos de los moralistas de la época, ya que son muchos, como se ha dicho, los aspectos que de dicha realidad laboral aún desconocemos. Entre ellos, queda por saber entre otros, según bien apunta Jesús Bravo Lozano, cuál fue la real proporción del trabajo femenino en esa época (si por ello entendemos aquella actividad orientada a satisfacer una determinada demanda social por la que el trabajador recibe, en contrapartida, algún tipo de remuneración), ni sabemos cuál fue la verdadera dimensión del trabajo femenino con respecto al masculino en la misma época. Y si pasamos al terreno de la consideración social del trabajo, desconocemos por ejemplo lo que suponía para la consideración de la mujer el hecho de que ejerciese trabajos viles o mecánicos, o mal considerados a nivel social.

 Sin embargo, las mujeres trabajaron y dicho trabajo aumentaba a medida que se descendía en la escala social, tanto en la sociedad rural como en la urbana, aumentando de forma indirecta a la población masculina activa. De hecho, tal como confirma Margarita Ortega López, cuando los “cabezas de familia” se veían obligados a abandonar a la familia para emigrar a fin de permitir la subsistencia de ésta, o porque eran empeñados en servicios para la monarquía o en trabajos para el ejército, o simplemente fallecían, el papel realizado hasta aquel momento por sus esposas en su oficio se hacía, “socialmente” visible, ya que eran ellas quienes recogían muchas veces las riendas del oficio conyugal y del negocio familiar, adquiriendo responsabilidades económicas en primera persona y sustituyendo a las figuras masculinas en las faenas agrarias o empresariales de la familia, a la vez que cuidaban del entorno doméstico. Esto indirectamente nos testimonia que el papel de la mujer en el oficio del marido o del padre, de los que era colaboradora, era en realidad activo, pero que sólo se veía revelado “socialmente” con la ausencia permanente o temporal de aquellos. Lo que explicaría además, según Bravo Lozano, cómo la mujer no pudo dar un salto desde el espacio tradicional, como madre y ama de casa y con un bagaje cultural mínimo, al espacio empresarial de forma directa sin antes participar en él. Si una vez sola o viuda la mujer podía dirigir, firmar contratos de compra de materiales, llevar un taller, tratar con proveedores y clientes, nos encontramos, ante uno de los cambios sociales de más profundidad en estos siglos, aunque todavía haya que esperar tres siglos más para que este papel sea asumido conceptualmente por la sociedad.

 Para estar preparada para desempeñar el papel que sólo como viuda o mujer sola pudo desempeñar finalmente como sujeto legal y socialmente visible, es obvio pensar, pues, que la mujer participó previamente en dichas actividades, y lo hizo colaborando en el oficio desempeñado por el padre o marido contribuyendo activamente en la economía familiar de la que era miembro. Hay que recordar que, en el período que estudiamos y en el caso de las clases populares, el trabajo femenino se entiende fundamentalmente como aportación a la economía familiar. En las sociedades del Antiguo Régimen la familia era concebida como unidad de producción, y por lo tanto económica y de residencia, lo que hacía que las tareas “domésticas” y productivas aparecieran indiferenciadas. Según Mónica Bolufer Peruga, en una familia así concebida, la dedicación a los hijos, “se da por supuesta y no es objeto de reflexión o exhortación como lo será en los grupos sociales elevados; ni siquiera merece la consideración de trabajo, sino que convive o colisiona con éste”, lo cual, como apuntábamos, es uno de los factores que no permite conocer bien la realidad del trabajo femenino en la época. En este sentido, las mujeres han trabajado siempre, y en este sentido la revolución industrial no dio paso a una nueva fase de actividad.[1]

Así pues, en las sociedades preindustriales el trabajo se llevaría fundamentalmente a cabo en el ámbito integrado por la fusión de tareas productivas, reproductivas y las derivadas del consumo, y todos los miembros de la unidad familiar, mujeres, hombres, ancianos o niños, participaban de una determinada estrategia familiar o doméstica de subsistencia y reproducción. Un trabajo que era discontinuo ya que, en el caso de la mujer, por ejemplo, ésta debía compaginar las tareas domésticas con las de colaboración en las actividades productivas familiares; era irregular ya que, por ejemplo, variaba (en el caso de la realidad rural) al ritmo de la disposición de materias primas (lana, trigo, etc.), y era solidario, ya que se caracterizaba por la ayuda prestada a la familia y a los vecinos. Al realizarse en una realidad patriarcal, el trabajo femenino fue por lo tanto subsidiario del del hombre, ya que la mujer no lo podía realizar en primera persona sino como miembro de una familia. Y la desigualdad no era sólo a nivel económico, sino sobre todo ideológico, ya que los ingresos de la mujer siempre se consideraban complementarios al del cabeza de familia.

Por lo que respecta a los grupos dominantes de los siglos XVI y XVII, el trabajo femenino en el sentido económico que hemos apuntado no era contemplado. Sin embargo, existía una preocupación obsesiva por fomentar una ocupación útil del tiempo para alejar la ociosidad, considerada, según la tradición cristiana, moralmente nociva, preocupación que se solucionaba con el desempeño de labores de supervisión de las tareas de la servidumbre, o practicando un trabajo manual ligero para uso familiar y caritativo o cuidando y educando directamente a los hijos. El trabajo de las mujeres acomodadas tenía, en cierto modo, un valor económico, ya que la supervisión realizada por estas mujeres debía asegurar la laboriosidad de sus criados y el aprovechamiento de los recursos del hogar, pero sobre todo tenía un valor moral e higiénico, como parte del ejercicio físico que debía asegurar una buena salud.

La exhortación a este tipo de trabajo femenino encontraba eco en la literatura moral, a través de la que, como es sabido, los autores pretendían orientar el comportamiento de la mujer, ofreciendo, sobre todo a la casada un modelo al que ella debía mirar e imitar. Entre los textos morales que en el siglo XVI exhortaron o contemplaron la posibilidad de que la mujer casada trabajase contribuyendo con su labor a la economía de su familia, recordamos las obras de Fray Luis de León, en particular el tratado La perfecta casada, publicado en 1583, y las de Luis Vives, especialmente La instrucción de la mujer cristiana, obra publicada en 1524 y traducida del latín en 1528.[2]

Según afirma Morant Deusa, el objetivo que Fray Luis de León quería conseguir con su obra, en particular con La perfecta casada, era “referir unos principios morales generales significativos de lo que el matrimonio tenía de obligatoriedad” para las mujeres casadas. Por esto ofrecía con dicho texto, a la mujer real de la época, un modelo de figura funcional, concordante con la necesidad de la sociedad y de las familias y en que debían resumirse la virtud y el trabajo. En este sentido es probable que Fray Luis, como otros moralistas, propusiera a la mujer de la época unos modelos en los que se inscribía la realidad sobre las diferentes funciones materiales que, en aquella sociedad, podían y debían asumir las mujeres casadas, es decir, el modo en que ellas podían y debían participar en la realización de la vida y sociedad conyugal. Así, en su texto se ofrecía una imagen de la mujer-esposa que tomaba nota de la que era la realidad de la esposa del siglo XVI, activa y reproductiva en la construcción de la economía doméstica y la riqueza familiar, remitiéndola de esta forma a lo que podía ser el empleo del tiempo y las tareas de las mujeres en las casas de los labradores ricos, y cuyas funciones iban más allá de las paredes domésticas.

Si el modelo y las funciones de la mujer casada que Fray Luis proponía colocaban a la mujer fuera de las paredes domésticas, Luis Vives subrayaba la importancia de la mujer como esposa, circunscribiendo su función únicamente al ámbito doméstico y complementándola con las funciones, más importantes, desarrolladas por el cónyuge. Sólo en este sentido la mujer era sujeto activo, es decir, en la medida en la que contribuía, con sus tareas domésticas, al beneficio de la familia. Luis Vives no criticaba el hecho de que las mujeres ejerciesen una actividad, sino que criticaba que dicha actividad se realizara con independencia de los hombres, permitiendo la independencia de las mujeres, sobre todo en aquellos casos en los que ellas tenían la posibilidad de manejar cierto dinero. Las palabras de Vives, así como de otros moralistas de la época, nos remiten a una realidad más compleja del trabajo de las mujeres que debía exceder los límites propuestos por los mismos moralistas, quienes limitaban su acción a las tareas domésticas entendidas en sentido estricto, es decir, las relativas al cuidado de la casa y de sus miembros. En este sentido, los moralistas eran hombres de su tiempo, y como tales reflejaban en sus escritos esta realidad y la lógica social que necesitaba y valoraba el trabajo femenino en sentido amplio, tanto en sentido biológico (realización directa del linaje) como económico (contribución a la economía y riqueza familiar). Los textos de los moralistas concuerdan pues con lo que sabemos sobre la economía familiar y sobre la participación activa en ella de la mujer. Así que las imágenes del trabajo de la mujer que estos textos nos transmiten nos sitúan ante una economía familiar compleja que necesitaba y utilizaba el trabajo femenino.

La obra de Vives en particular nos remite a la imagen de mujeres populares que trabajaban y que por tanto estaban en contacto con los lugares en los que sus trabajos se realizaban (plazas, calles), así como trabajaban las campesinas, las labradoras que figuran en la obra de Fray Luis y otras tantas mujeres, cuyas imágenes se reflejan en los textos que hablan de trabajo y de economía doméstica.

Veamos, pues, cuáles eran los oficios que desempeñaban las mujeres en el período que estudiamos. Siguiendo el esquema propuesto por Ortega López (en “Trabajos y oficios”), podemos afirmar que las mujeres españolas de los siglos XVI y XVII, desempeñaron fundamentalmente tres tipos de actividades: las tareas productivas, los trabajos reproductivos (maternidad) y otras actividades derivadas del consumo. Su presencia laboral, pues, ha de entenderse como consecuencia de esta interrelación de tareas productivas, domésticas, y reproductivas.

El primer trabajo ejercido por la mujer era seguramente el trabajo doméstico, entendiendo con esto antes que nada el desempeño de las labores domésticas, o trabajos afines, que desempeñaría durante su vida, como hija y más tarde como esposa. Debía saber cocinar, limpiar, además de cuidar de los animales, de la cosecha y de las labores de la tierra, en caso de pertenecer a una familia campesina. El trabajo doméstico era muy importante en una sociedad como la preindustrial, en la que muchos productos se fabricaban en casa, así que la mujer debía saber amasar y cocer el pan, pero también hilar y tejer. En las familias campesinas, la elaboración de algunos productos, como la mantequilla, el queso, o el cuidado de las colmenas y el trabajo de la matanza se consideraban trabajos exclusivamente femeninos. Además, la mujer desempeñaba contemporáneamente la función de criar y educar a sus propios hijos.  

A las tareas domésticas hay que sumar el trabajo extra-doméstico.

1. Como trabajo extra-doméstico hay que considerar ante todo el que se realizaba en el ámbito rural, es decir, los trabajos en el campo, que las mujeres podían desempeñar como trabajadoras (jornaleras), junto con su marido y padre, o como propietarias o arrendatarias de empresas agrarias. Aunque con menor frecuencia, sin embargo había en la época mujeres “cabeza de casa”, la mayoría viudas, que firmaban contratos de arrendamientos sobre sus tierras o que, como arrendatarias, explotaban la tierra de labranza, la cuidaban. Otras mujeres eran hortelanas, tenían un rebaño, y proporcionaba sus productos al mercado local o comarcal.

2. Como trabajo extra-doméstico hay que considerar también el trabajo doméstico (como criadas) y el trabajo curativo. La realización de servicios domésticos en calidad de sirvienta fue la ocupación más corriente de las mujeres, sobre todo de aquellas que pertenecían a las clases más bajas de la sociedad, y que desempeñaban en el ámbito urbano.

Además del servicio doméstico propiamente dicho, muchas mujeres trabajaban también como amas de cría, es decir, amamantaban a recién nacidos, bien por la imposibilidad de la madre natural, que había fallecido, bien por el rechazo de esta última. Normalmente este trabajo duraba poco tiempo, como mucho tres años, que era lo que se establecía como periodo usual de la lactancia, al finalizar el cual dichas amas, si habían trabajado para las clases más acomodadas, con los sueldos ganados, que en este caso eran considerables, solían poner negocios de tabernas, comidas u otros afines.

Otras mujeres desempeñaban el oficio de sanadoras, es decir, ejercían un trabajo curativo, en el que utilizaban muchas veces el conocimiento de las hierbas y que ejercían preferentemente en las zonas rurales, ya que su presencia estaba prohibida y era perseguida por la inquisición dada la proximidad con la que se relacionaba salud y magia. También las parteras vieron acrecentar sus restricciones laborales desde 1558, año a partir del cual se pidió a las Cortes de Castilla que en cada ciudad dos médicos las examinasen de su capacidad para el oficio, concediéndoles o negándoles, tras ese examen, la licencia correspondiente. Las licencias para ejercer tal profesión tenían como finalidad prevenir la brujería que, supuestamente, podían practicar, ya que muy a menudo se las relacionaba con hechizos o prácticas celestinescas.

3. No era extraño encontrar en el paisaje urbano de la época a mujeres que trabajasen en los servicios, realizando actividades en calidad de mesoneras, alquiladoras de camas, posaderas, lavanderas, y más estrictamente en el comercio, como taberneras, panaderas y vendedoras. Estas podían vender productos artesanales en el taller familiar o en la plaza pública, lugar éste donde solían instalarse para efectuar la “venta de menudo” de productos básicos, como las hortalizas, el pescado, frutas, carnes o dulces. La reventa de estos productos era confiada a las regatonas o revendedoras que solían vender dichos productos deambulando por las calles.

4. Otro oficio desempeñado por las mujeres era el de artesanas. Hay que apuntar que las mujeres estaban excluidas de todo oficio que implicase una precisa especialización y no se les permitía pertenecer por sí mismas a las corporaciones gremiales, pero el hecho de que estuviesen insertas en una familia de agremiado comportaba una identidad especial.

Las mujeres artesanas colaboraron estrechamente en el negocio familiar: podían vender los productos artesanales, preparar y ultimar los productos, regentar la tienda o el taller en ausencia de los maridos y, en ocasiones, los sustituían en los negocios, cobrando deudas, preparando recibos o llevando las cuentas. Las mujeres constituían una importante mano de obra en muchas actividades artesanales, motivo por el que en más de una ocasión tenemos constancia de que se hicieron protagonistas de conflictos con los gremios, como el de reivindicar su derecho a entrar en ellos o a fundar su propia cofradía (recordemos la reivindicación de las  pasamaneras de Barcelona en 1582).

Entre las artesanas activas en este período recordamos a las tejedoras de seda, que ejercían su actividad sobre todo en ciudades como Granada, Sevilla o Valencia, las cordoneras o botoneras en Zaragoza o las encajeras, las pasamaneras y las hilanderas en Barcelona. Aunque la actividad de hilar se realizaba en muchas ciudades españolas, en particular en la zona correspondiente a la vieja Castilla, cabe recordar que desde el siglo XVII la competencia extranjera y la falta de tecnología determinó que esta actividad se desarrollase mayormente en los campos y entre las paredes domésticas, en donde los gastos relativos a dicha actividad eran menores, ya que menores eran, por ejemplo, los salarios que se pagaban a las mujeres que la desempeñaban, lo que determinó con el tiempo que, sobre todo en los alrededores de ciudades como Valladolid, Zamora y Cuenca, se generase una verdadera industria rural basada fundamentalmente en la actividad textil. A esta actividad recurrían también las monjas de clausura para hacer frente, con la venta de los productos textiles que realizaban en el convento, a las penurias económicas en las que se encontraban y para las que no eran suficientes las rentas, las limosnas y los donativos que recibían.

5. Algunas de las actividades que antes hemos mencionado pueden ser consideradas marginales, si por marginales entendemos aquellas actividades que por instancias externas al trabajo mismo eran consideradas como tales. En este sentido pueden ser considerados marginales, según Palacios Alcalde, aquellos trabajos ejercidos por personas apartadas socialmente de forma previa, por el status social bajo al que pertenecían, y a las que se les encomendaban trabajos duros, cuya retribución era mínima, como podía ser, en ocasiones, el servicio doméstico. Sin embargo, otros trabajos eran considerados oficialmente marginados porque eran incompatibles con el modelo ideológico dominante en el grupo social, aunque no necesariamente las personas que lo practicaban ocuparan los escalones más bajos de la sociedad. Tales personas podían ser, por este motivo, objeto de represión social, espontánea o institucional. Era éste el caso de las mujeres que ejercían prácticas pseudo-religiosas, como las sanadoras o las prostitutas, en el caso de que éstas no fuesen “damas cortesanas”, cuyas relaciones con personajes poderosos y acomodados les garantizaban ciertos beneficios sociales y económicos.

La prostitución pública, tolerada oficialmente hasta principios del siglo XVII, sería prohibida legalmente en 1623 por Felipe IV. A partir de este momento será una actividad marginada no sólo por el ámbito humilde del que procedía la mayoría de las mujeres que la practicaban y por las retribuciones ínfimas que muchas de ellas normalmente recibían, sino también porque será una actividad oficialmente marginada, ya que la ley la prohibía y porque era una actividad que se oponía al modelo ideológico-religioso dominante, en la medida en que quebraba el sexto mandamiento, y la moralidad imperante en la sociedad.

En este último sentido hay que considerar marginada también la actividad ejercida por las mujeres en calidad de actrices. Resulta interesante notar cómo en su esquema sobre los oficios desempeñados por la mujer en la época, y al que nos hemos referido principalmente en estas páginas, Ortega López coloque entre los trabajos marginales el desempeñado por las “cómicas y artistas”, lo que se explicaría por el hecho de que, sobre todo en la época de puesta en marcha de la actividad teatral, su desempeño por parte de las mujeres fue considerado, en muchas ocasiones, a la par de la prostitución. Las actrices, subiendo al escenario y tomando la palabra, contravenían las reglas sociales de discreción y sumisión que las mujeres estaban obligadas a cumplir, e invadían un espacio (el escenario) y representaban unos papeles (los femeninos) reservados hasta aquel momento únicamente a los varones. Junto con éstos, otros motivos como la libertad de las actrices dentro y fuera del escenario, su vida errante, la promiscuidad entre gente del espectáculo y algunos poderosos, contribuyeron a caracterizar este oficio como moralmente reprochable y a las actrices como sus protagonistas mayormente culpables.

Si es cierto que las actrices debieron de enfrentarse a prejuicios y discriminaciones por el oficio que desempeñaban, también es cierto que trabajando como protagonistas de la escena podían colaborar, como otras mujeres de la época en sus respectivos oficios, a la economía y al negocio familiar. En este sentido podríamos decir que las actrices de los siglos XVI y XVII siguieron y respetaron con su trabajo aquel guión que la sociedad patriarcal establecía para las mujeres, en tanto en cuanto miembros de una familia, y que por lo tanto enmarcaban su labor en la colaboración familiar, valorada en cuanto contribución a la economía de ésta. Sin embargo, los documentos con los que contamos sugieren que no fue siempre así. A medida que avanza el siglo XVII, no pocos son los casos de actrices casadas o solteras que trabajaron de forma autónoma siendo contratadas y actuando en nombre propio, cuando había toda una legislación que reglamentaba lo contrario.

Uno de los aspectos de nuestro estudio consistirá, por tanto, en intentar constatar qué significó en realidad la actividad de la mujer como profesional de la escena y qué papel desempeñó en la historia del oficio. Así nos proponemos comprobar hasta que puntó la actividad de la mujer como actriz fue una simple contribución a la economía familiar, o si, en cambio, dicha actividad pudo llegar a traducirse en verdadera colaboración o, aunque sólo ocasionalmente, en ciertas situaciones de autonomía respecto a la actividad ejercida, en el mismo ámbito teatral, por sus familiares masculinos.



[1] M. T. McBride, “El largo camino a casa: el trabajo de la mujer y la industrialización”.

[2] En su libro Discursos de la vida buena. Matrimonio, mujer y sexualidad en la literatura humanista, en particular en el cap. 8 titulado “La ‘virtud’ y el trabajo de las mujeres”, Isabel Morant Deusa hace un lúcido análisis de estos textos de Fray Luis de León y Luis Vives en relación con el tema del trabajo femenino que en ellos se contempla. Nos basamos fundamentalmente en su análisis al comentar las obras de dichos moralistas.