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2.2.1.4. De dama cortesana a actriz: algunos casos documentados

 

 

Si los esclavos ocupaban uno de los escalones más bajos de la sociedad estamental de la época y junto con la gente más pobre acrecentaban el grupo de los marginados, otro tipo de marginación, a veces no sólo ligada a la esfera económica, sino sobre todo a la esfera moral y social, era la reservada a aquel grupo de mujeres que, en la época, practicaban una prostitución reservada y, en cierto modo, de élite y recibían el apelativo de “damas cortesanas”. Algunas de ellas también accedieron al oficio teatral. La presencia en la profesión teatral de antiguas prostitutas que, por el hecho de serlo, estaban inequívocamente marcadas social y moralmente, ayuda a comprender de modo más preciso la consideración moral peyorativa que el oficio teatral merecía en la época.

Cinco son las mujeres que ejercieron la prostitución antes de dedicarse a la actividad teatral, es decir, Bernarda Gertrudis Bata, Isabel de la Cruz, Francisca Manuela, Isabel de Mendoza, la Isabelona y Francisca de Tordesillas, todas mencionadas en la Genealogía como “damas cortesanas”, apelativo que en la época se daba a “La mugér libre, que vive licenciosamente, que oy por lo regulár se llama Dama cortesana. Llamase assi del Latino Cohors, tis, porque antiguamente les era permitido seguir las cohortes en tiempo de guerra, por evitar mayóres males. Oy dia se entiende por Dama/cortesana la que no es tan común y pública”.[1]

 

Es más que probable que el número de actrices que estuvieron en activo en el período objeto de nuestro estudio y ejercieron con anterioridad como “damas cortesanas” fuera bastante más elevado del reflejado por la Genealogía. Sobre todo si consideramos que los datos aportados documentan su actividad a partir de la segunda mitad del siglo XVII, es decir, en un periodo más cercano al que se redacta esta obra, lo cual no excluye que otras actrices que entraron en el teatro a principios del siglo XVII se pudieran haber dedicado al oficio de la prostitución. Sin embargo, hay que subrayar que a pesar del gran alcance que la prostitución tuvo en la España Moderna, especialmente en ciudades como Madrid, Valencia o Sevilla, la ejercida por las “damas cortesanas” fue más reducida por sus características y por los personajes que la protagonizaron. Fue más discreta y, por tanto, más difícil de definir y precisar en la España del siglo XVII, un país en el que, en palabras de Marañón, “el pecado se hacía con misterio […]” a diferencia de Francia en donde: “Las queridas de sus reyes, por ejemplo, eran amantes oficiales: aquí [en España] eran secretos a voces, pero secretos”.

La anteriormente citada definición del Diccionario de Autoridades permite delimitar y establecer una oposición entre “dama cortesana” una meretriz que “no es tan común y pública”, cuyos servicios la acercan a aquel tipo de prostitución “secreta”, es decir, la ejercida por algunas mujeres de la época, diferentes por condición social, en el “secreto” de algunas casas más o menos clandestinas, y a la que son inducidas por un rufián, una alcahueta, sus propios padres, o por libre elección siendo concubinas de un hombre, o varios hombres, por ellas mismas elegidos, y otro tipo de prostitución, que podemos definir “pública” ya que es ejercida por aquellas mujeres que “se dan a todos los hombres por dinero”, y que es legalizada y controlada.

Ángel Luis Molina Molina recuerda que desde la Edad Media las mujeres se distinguían según sus comportamientos morales en “mujeres honestas”, es decir, las que debían ser y a aparentar ser buenas, cuidando sus actitudes y gestos, no dando lugar a murmuraciones, según dictaban los tratados de educación femenina, a las que se oponían las prostitutas, es decir, aquellas mujeres que se entregaban a los hombres por dinero y que eran designadas con diversos nombres (cantoneras, putas, badas, busconas). Entre las “mujeres honestas” y las prostitutas existía otro grupo de mujeres, “las otras mujeres”, es decir, aquellas mujeres que sin ser buenas tampoco podían ser consideradas verdaderas prostitutas, las cuales se entregaban a un solo hombre o a un grupo reducido de ellos. Eran las mancebas que vivían maritalmente con un hombre, generalmente un clérigo, con quien compartían lecho, además de servirlo. O aquéllas que mantenían relaciones con un hombre principal o que recibían las visitas de algún varón del que se definían como amigas (las “amigadas”), y las muchachas solteras que durante algún tiempo estaban vinculadas a un hombre soltero con el que convivían, generando una pareja fornicadora pero no adúltera. Esta clasificación de las mujeres se mantiene también en la Edad Moderna.

La consideración ética de las mujeres que ejercían la prostitución en España desde la Edad Media hasta la Edad Moderna no variaba mucho con respecto al resto de Europa Occidental en donde las prostitutas eran toleradas por los moralistas, ideólogos y la sociedad en general, porque consideradas como grupo esencial para el orden moral de las ciudades, aunque transgredían las restricciones morales. Se las toleraba porque se las consideraba importantes para distraer a los hombres de pecados más graves, como la homosexualidad, el incesto, el adulterio y las proposiciones a “mujeres honestas”. Sin embargo, a partir del siglo XV se advierte la necesidad de canalizar y controlar la prostitución en el ámbito de la urbe en la que se ejercía con más intensidad, así como la de integrarla en las estructuras vigentes: el burdel público, nombre oficial que recibían las mancebías y que se impuso como único espacio en el que se podía ejercer legalmente la prostitución.[2]

De esta forma no sólo la prostitución se legalizaba, sino que las prostitutas eran consideradas como practicantes de una profesión reconocida, aunque marginada, dado que se las obligaba a utilizar determinada indumentaria o distintivos de su condición. Una práctica reprobada por moralistas y predicadores, con un control restrictivo creciente a lo largo de los siglos XVI y XVII a través de una serie de ordenanzas de las que se hicieron eco los diferentes soberanos durante sus reinados y que culminaron con su prohibición en la época de Felipe IV, el cual, de hecho, pese a que su reinado y conducta se caracterizaron por el lujo y la vida disipada y licenciosa, promulgó, en 1623, una pragmática, con la que quería poner fin a la prostitución legalizada, decretando el cierre definitivo de las mancebías y casas públicas de mujeres en todo el país.

Otra era la situación de las cortesanas cuya presencia e importancia en España, sin embargo, no se puede comparar a las que alcanzó en la Italia renacentista, país en el que algunas mujeres ejercían, especialmente en las ciudades de Roma y Venecia, un tipo de prostitución de mayor categoría y eran conocidas con el nombre de cortigiane, nombre que igualmente procede de “curiales”, es decir, las que seguían la Curia (“romanam curiam sequentes”).[3] Éstas, sin embargo, no eran simples meretrices, sino mujeres que ejercían una prostitución de lujo. Muy cultas y refinadas, ofrecían sus favores a amantes por ellas elegidos entre nobles, intelectuales y miembros de la jerarquía eclesiástica. Los entretenían con su atractivo intelectual, destacando como poetisas, compositoras o músicas y mostrando sus habilidades en tertulias, fiestas y banquetes organizados en sus propias casas, con lo que alcanzaban gran estima social en las ciudades en las que vivían y recibiendo como recompensa la ayuda, elevada, de su protector o protectores.[4]

Si lo que distinguía a las cortigiane de las simples prostitutas era sobre todo su atractivo intelectual, con el tiempo la sociedad italiana acabó identificándolas con las propias prostitutas, de las que las cortigiane se diferenciaban por el hecho de cobrar más caro (las mejor pagadas seguían siendo llamadas cortigiane oneste o curiales), por tener una casa cómoda, por no buscar sus propios clientes, ya que eran ellos quienes acudían a sus casas, y por seguir viviendo a imitación de las grandes damas. Podríamos decir, recordando una famosa pasquinata[5] italiana, que con el tiempo las cortesanas italianas no fueron más que “prostitutas como las demás, pero se venden más caras”.

Es probable que este tipo de cortigiana recordada en la pasquinata sea el más asimilable al concepto de “dama cortesana” que encontramos en España en los siglos XVI-XVII, de acuerdo con la definición anteriormente citada de mujer libre y licenciosa “que no es tan común y pública” y que mantenía relaciones con hombres poderosos.

La posición y situación de la “dama cortesana” es asimilable, en realidad, en la España Moderna a la de las “amigadas”, es decir, a aquellas mujeres que no pueden ser consideradas verdaderas prostitutas, pero tampoco pueden ser asimiladas a las “mugeres honestas”. Se encuentran a mitad de camino entre las prostitutas “públicas” y las que ejercen la prostitución secreta, y ejercen una prostitución de lujo, ya que mantienen una relación con un poderoso o con varios de ellos. De ahí que sus ingresos sean más elevados y su conducta más discreta, lo que favorece que la sociedad en que viven tenga una actitud más tolerante hacia ellas. El caso cercano que, en este sentido, tenemos de “damas cortesanas” podría verse ejemplificado justamente por todas aquellas actrices que como la Calderona, Antonia de Ribera, y las demás actrices citadas en las páginas anteriores, mantuvieron relaciones sentimentales con personajes influyentes de la época, convirtiéndose en sus concubinas durante algún tiempo.

Las “damas cortesanas”, sobre todo las que no pertenecían a un ámbito social elevado, se vieron indudablemente beneficiadas por las relaciones que mantenían con sus amantes, ya que dichas relaciones les permitían vivir con cierto desahogo, alcanzando con ellas, como se ha apuntado, aquel lujo y status que las equiparaba a las mismas damas de la Corte, al menos en su aparente manera de vivir. Sin embargo, también en su caso, como en el caso de las demás mujeres que ejercían la prostitución, es probable que las motivaciones económicas y sociales las indujeran a dedicarse a esta prostitución de lujo, aunque dichas exigencias no siempre eran tan imperantes o vitales como en el caso de las demás prostitutas.

No obstante esta inicial similitud, la situación tanto económica como social de una simple prostituta era bastante diferente de la de una “dama cortesana” o “amigada” ya que no era lo mismo ejercer la prostitución vendiendo el propio cuerpo que mantener una relación con uno o más poderosos siendo mantenida por ellos. Del mismo modo, era también diferente su situación cuando abandonaban el oficio por edad o acababa su relación y debían reintegrarse a la sociedad. El elemento discriminante siempre era la riqueza acumulada y la opinión que pesaba sobre ellas. La consideración social que tenían las “damas cortesanas” cuando dejaban la profesión era seguramente más alta con respecto a las demás prostitutas, ya que, como se ha dicho, sus amantes pertenecían generalmente a las clases más acomodadas o estaban vinculados a ellas. Esto no evitaba, sin embargo, que algunos contemporáneos sintieran prejuicios hacia ellas. Así, por ejemplo, considerando el caso de Doña Isabel de Mendoza, una de las “damas cortesanas” que más tarde se convertiría en actriz, no resulta tan extraño que la Genealogía, al recoger su historia, haga referencia a una anécdota sobre la misma que es reveladora de los prejuicios que sobre algunas de estas mujeres se podían tener en la época. Así, se comentaba en esta fuente contemporánea que doña Isabel de Mendoza “era cortesana en Nap[o]les y la saco Joseph Verdugo de la Cuesta a las tablas enganando a el Marques de los Velez y diciendo era una gran muger, pero despues se uio que solo lo era en el talle”. Asimismo, al referir la condición civil del actor Miguel de Castro, con el que, al parecer, Doña Isabel de Mendoza se casó, el autor de la Genealogía vuelve a mostrar sus prejuicios, apuntando la posibilidad de que en realidad los dos nunca llegaran a casarse o si lo hicieron fuera por circunstancias extremas, celebrándose las nupcias poco antes que el actor falleciera: “Su muger, si es que lo fue, y se caso con ella poco antes de morir [éste], era cortesana en Nap[o]les…”.

Si al abandonar el oficio “las damas cortesanas” se encontraban en la edad de casarse y poseían dinero para acceder a una dote, podían eventualmente contraer matrimonio. Sin embargo, no siempre y no todas las “damas cortesanas” disponían de grandes riquezas, pues algunas de ellas dependían casi exclusivamente de la ayuda que recibían de su amante. Resulta significativo, en este sentido, el testimonio que ofrece la Genealogía de la “dama cortesana” Francisca Manuela, la única, entre las que tenemos documentadas en esta obra, de la que se conservan más datos relativos a su pasado. Según se recoge en esta fuente, Francisca Manuela: 

 

…tenia correspondenzia en Madrid con un cauallero que fue paje del Rey y estaua mui acomodado, y para estafarle mas le procuro engañar finxiendo que estaua preñada, y para lograr su yntento con una muxer de un zapatero que estaua a este tiempo preñada y solo auia cumplido la primer falta que en pariendo le diese la criatura y conuenido esto entre las dos dio a la zapatera 50 pesos de contado y ofrezio darle 150 mas en llegando el caso y todo se dispuso y executo como ella deseaua y a medida desso yntento respeto [sic] de hauerse allado ausente el galan y asi que supo que la zapatera tenia dolores los fingio ella y la truxeron la criatura que dio a entender que era suia. Descubriose este enredo porque el zapatero pedia su hijo y la zapatera su dinero con que sabiendolo la justizia mandó dar zien azotes a la comadre que tamuien fue complize en el delito. A la sapatera la sacaron a la vergüenza y a Francisca Manuela la pusieron en la galera.  

 

Las vías de salida que estas concubinas o “amigadas” tenían, pues, eran diferentes: la menos probable era que contrajesen matrimonio con su amante, si no pertenecían a su misma clase social. Las que no tuvieron recursos económicos debieron entrar en la prostitución verdadera, mientras que las que poseían dinero, que habían acumulado en los años, pudieron poseer una dote e ingresar en un convento, o contraer matrimonio con otro hombre, si no estaban casadas. En esta última posibilidad se veían beneficiadas sobre todo si había llevado una relación bastante discreta, así que dentro del ambiente social y moral de la época su situación podía ser más fácilmente rehabilitada, como debió de suceder a algunas de nuestra “damas cortesanas” que se convirtieron en actrices, y precisamente a Francisca de Tordesillas que contrajo matrimonio con Manuel Agustín de Retamazo, a Bernarda Gertrudis Bata, que se casó con el actor y autor Jerónimo Sandoval, o a doña Isabel de Mendoza que se casó con el actor y autor de comedias Miguel de Castro. Algunas de ellas, además, al contraer matrimonio con un profesional de la escena, pudieron encontrar un camino más fácil a la hora de entrar en la profesión teatral. Es éste el caso de la ya citada Francisca de Tordesillas que “fue dama cortesana en Valenzia y despues entro en la comedia con el mismo que caso”, es decir, con su cónyuge.

Es probable que su incorporación al oficio teatral, y su abandono del oficio como cortesanas, determinada probablemente por la edad o por la interrupción de la relación que mantenían con sus respectivos amantes, y por el consiguiente matrimonio con un actor, pudo ser ocasionada, en realidad, también por factores de orden externo, como las pragmáticas dictadas sobre todo por Felipe IV en la segunda mitad del siglo XVII, período a partir del cual, de hecho, se registra su primera aparición en los escenarios de aquel entonces.

Además, su acceso al teatro, en el que se mantuvieron pocos años y desempeñaron papeles poco relevantes, pudo estar determinado probablemente también por el hecho de entrar en un oficio en el que conservaban cierta libertad de acción. El teatro representaría para ellas, como lo representó para todas las actrices de la época, aquel “espacio otro” que tuvieron a disposición algunas mujeres que la moral de la época quería encerradas en casa. Además, su incorporación al oficio teatral debió de ser más fácil que en otros oficios y agrupaciones gremiales, por ser la teatral una profesión que, como hemos explicado, aún no era totalmente bien considerada en la época y por tanto acogía entre sus filas a gente procedente de diferentes ámbitos sociales a veces muy marginales o cuestionables moralmente.

 

Estos últimos datos, como los anteriormente expuestos, aunque pocos, apuntan en la mayor parte de los casos, como se ha visto, a la procedencia humilde o marginada de algunas de las actrices activas en los escenarios de la época. La marginación de la que procedían dichas actrices era de carácter económico, asociada, en ocasiones, a cierta marginación de tipo social, puesto que la mayoría de ellas eran descendientes o familiares de personas que desempeñaron oficios humildes o eran huérfanas que habían perdido a sus progenitores o habían sido abandonadas por ellos. Otras veces la marginación era debida a motivaciones de tipo racial, a su particular condición jurídica (era el caso de las esclavas) o al hecho de haber desempeñado, antes de la profesión teatral, oficios considerados en la época humildes y socialmente marginados, como el de criada. En otras ocasiones, la situación de marginación de la que procedían algunas de estas actrices, más que a razones de tipo económico, era debida fundamentalmente a motivaciones morales, como en el caso de aquellas actrices que antes de acceder a la profesión teatral, sabemos que ejercieron como “damas cortesanas”. Pese a que estas mujeres desempeñaron una prostitución de mayor categoría que les garantizó cierto desahogo económico, esto no evitó, de hecho, que fueran confinadas inevitablemente a una marginación moral y social.

 



[1] En el Diccionario de Autoridades se cita a Guevara, quien escribe en el Menospr. de Cort. Cap. II: “Hai otro género de perdídos en la Corte, los quales ni tienen Amo, ni salario, ni saben oficio, sino que estan allegados, ò por mejór decir, arrufianados con una Cortesána: la qual porque le procura una posada, y la acompaña quando la Corte se muda, le da ella à él quanto gana de dia labrando, y de noche pecando”. El significado que de “Cohorte” se da en esta misma fuente es el siguiente: “Los Romanos daban este nombre à un batallón de Infantería, que se componía de quinientos hombres ò mas; aunque algúnas tenían solo trescientos hombres, y cada legión consistía en diez cohortes”.

[2] Sobre este aspecto véase Rosa María Capel Martínez, “La prostitución en España: notas para un estudio sociológico”.

[3] Romano Canosa e Isabella Colonnello, Storia della prostituzione in Italia dal Quattrocento alla fine del Settecento, Roma, Sapere, 2000, pp. 44-45.

[4] Recuérdese, por ejemplo, a las famosas cortigiane que se sucedieron en el tiempo: Veronica Franco, Imperia Romana, Barbara Strozzi. Según Paul Larivaille, es gracias a las cortigiane que la mujer ocupa en la literatura italiana del Renacimiento, como heroína y autora, un lugar que no tiene precedentes en la literatura mundial.

[5] Tal como especifican Anna Giordano y Cesáreo Calvo, las pasquinate eran unos versos satíricos, en latín y romance, escritos contra la Curia que recogían el sentido de las protestas que se colgaban a Pasquino, una estatua de mármol mutilada de origen desconocido denominada así por los romanos del siglo XVI, que se encontraba en la Plaza Navona, adosada al palacio Braschi, en el período en el que fue elegido papa Adriano VI. Pietro Aretino destacó como autor de numerosas pasquinate con las que satirizaba la corte romana, teatro de vicios y bajezas que atacó también en su obra La Cortigiana.