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Introducción*

 

 

 

Cuando en 1997 José Luis Canet Vallés analizaba el nacimiento de la profesión de los autores-actores en el ámbito del teatro español de los siglos XVI y XVII, definía el término “profesional”, cuyo significado tomaba del Diccionario de la Real Academia Española, con las siguientes palabras: “Dícese de quien practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive”.[1] Y afirmaba que dos eran las condiciones necesarias para que un oficio pudiese ser considerado una profesión: en primer lugar, el aprendizaje en un ambiente adecuado (que para el oficio teatral coincidía fundamentalmente con el ámbito urbano y con la presencia de infraestructuras, de un público heterogéneo y, finalmente, de unos poetas que escribían piezas en consonancia con los deseos de dicho público); y, en segundo lugar, la praxis continuada que permitía alcanzar el oficio, lo que presuponía una demanda social suficiente para que estas personas pudiesen vivir de él.

Aunque en la época el término más utilizado para referirse al trabajo actoral era el de oficio, según iremos explicando, las definiciones antes mencionadas nos ayudan, sin embargo, a precisar de forma más concreta el objeto de nuestro trabajo centrado en el estudio de todas aquellas actrices que en los Siglos de Oro practicaron el oficio teatral de forma habitual, llegando a vivir de él. Lo que no significa que restrinjamos nuestro corpus de análisis únicamente a aquellas actrices que formaron parte, de manera oficial, de una compañía teatral y que gracias a dichos contratos actuaron como miembros de una determinada agrupación en los circuitos teatrales oficiales. Muchas actrices de la época que estaban vinculadas a una agrupación profesional mediante un contrato, o sin estar vinculadas necesariamente a ninguna, se desplazaban para ir a representar, de forma autónoma, a los pueblos de alrededor de los grandes circuitos teatrales oficiales, para cuyos festejos eran contratadas y cuya participación serviría de apoyo a la de otros representantes (generalmente aficionados o actores locales) que se encargaban de estas representaciones. Fenómeno este último, el de las representaciones en pueblos, fuera de los canales más habituales de los corrales, del que ya se percató en 1960 Noël Salomon, y sobre cuya importancia también llamó la atención John Varey en un artículo publicado en 1999, que hoy en día se ve profundizado en el estudio introductorio de una obra realizada junto con Charles Davis.[2] Esta aportación documental realizada por Davis y Varey evidencia la presencia en la España de la época de una actividad teatral paralela a la que se realizaba en los circuitos teatrales oficiales y de mayor renombre, y que encontraba su espacio en los alrededores de éstos, en las pequeñas localidades, en las que solían actuar mayoritariamente las compañías de la legua, es decir, las compañías de menor categoría, o meros aficionados que necesitaban en ocasiones en sus representaciones la presencia de músicos y actrices de mayor renombre. Los dos investigadores ingleses, avalan, de esta forma, lo que ya Salomon intuía al suponer que en los pueblos del alrededor de Madrid y Toledo de aquel entonces se realizaba una actividad teatral desempeñada fundamentalmente por actores locales, y relacionada con las fiestas de dichos pueblos.

La participación ocasional o constante de muchas actrices en representaciones realizadas en pequeñas localidades o los circuitos teatrales de menor renombre no las excluye de ser consideradas actrices profesionales. No es el lugar de representación, según creemos, lo que convierte o no a una actriz en profesional, sino, la regularidad con la que ejerce su actividad y la posibilidad y garantía de poder vivir de ella. En este sentido, a la definición de actriz profesional opondríamos la de actriz aficionada, es decir, aquella mujer que en una o varias ocasiones determinadas tomó parte en unas representaciones teatrales, sin que dicha participación le garantizara su supervivencia.[3] En este sentido, actrices aficionadas del teatro podían ser tanto las vecinas de un pueblo que tomaban parte en los festejos celebrados en determinadas ocasiones en su localidad, como las damas de palacio que, como es sabido, solían participar como amateurs en los espectáculos que se representaban en la corte. 

Además de las actrices profesionales, es decir, aquéllas que protagonizaron la escena actuando, son objeto de este estudio también aquellas actrices que en algún momento (o casi exclusivamente) en su trayectoria, desempeñaron la función de autoras de comedias, esto es, dirigiendo su propia agrupación o tomando parte en la dirección de la dirigida oficialmente por su marido (o padre) autor.

Asimismo, constituyen el objeto del presente estudio, las músicas, es decir, aquellas actrices que también exclusivamente o en algún momento de su carrera desempeñaron, en el ámbito de la compañía, la función musical, y a las que se alude en la documentación de la época bien por dicha función (que se indicaba con términos como “cantar” o “tocar”), o bien por la clara mención de “músicas”.

Éstas –como bien recuerda Josef Oehrlein–, aunque llevaban aparentemente una existencia más propia dentro de la compañía, debían poder representar en ella como actrices, ya que, por lo menos hasta 1658, las tareas del actor no estaban claramente definidas y se indicaban genéricamente en la documentación con tres categorías: “canta” “baila” y “representa”, que eran las habilidades que debía tener cualquier actor (o actriz) en un período en que aún no había especialización de papeles teatrales.   

El período cronológico que hemos acotado para nuestra investigación comprende el que va desde aproximadamente mediados de 1500, esto es, desde que se empieza a documentar en los escenarios españoles la presencia de compañías profesionales, hasta 1699 inclusive, es decir, hasta finales del siglo XVII.

La elección de este período que evidentemente supera los límites con los que se fija normalmente, desde un punto de vista literario, el período denominado Siglo de Oro (marcado por los datos biográficos de Pedro Calderón de la Barca, 1600-1681), se explica por el carácter mismo de nuestro estudio, es decir, el análisis de las trayectorias y biografías de las actrices que protagonizaron la escena española durante los siglos XVI y XVII. Hubiéramos podido limitarnos a analizar sus trayectorias hasta finalizar 1681, pero de esta forma la biografía de aquellas actrices que después de esa fecha aún estaban en activo en escena, quedaría truncada.

Además, entran en nuestro corpus también todas aquellas actrices cuyos únicos datos que se conservan sobre su actividad no podemos fechar con precisión, pero que, por indicios indirectos, podemos suponer que entrarían dentro del período que nos ocupa. El análisis de sus casos, así como las trayectorias de aquellas actrices que comenzaron su actividad con posterioridad a 1681, ha resultado de gran utilidad a la hora de corroborar o destacar las variables que ofrecía el análisis de las actrices que desempeñaron su actividad más estrictamente en el Siglo de Oro.

El espacio geográfico que consideramos comprende prioritariamente la España moderna, aunque no hemos descartado, cuando las teníamos, las noticias sobre la actividad de algunas agrupaciones que solían dirigirse, en algún momento del período que investigamos, a algunos países europeos, como Francia, Italia o el reino de Portugal; estos dos últimos formaban parte, en su totalidad o parcialmente (como por ejemplo el Reino de Nápoles y Sicilia o el Milanesado en Italia), del entonces denominado Reino de España.   

 

Nuestro primer planteamiento a la hora de encarar el tema ha sido tratar de responder a diferentes preguntas, entre ellas, si la incorporación de las actrices al oficio fue más conflictiva que en el caso de sus compañeros varones; cómo se produjo su incorporación, cuáles fueron los límites y las limitaciones que dichas actrices encontraron en la práctica para ejercer el oficio, cuál era el entorno social y moral en el que se movían o cuál era el ámbito social del que procedían. A todas estas preguntas hemos intentado dar una respuesta en este estudio cuyo propósito ha sido, pues, ofrecer un panorama documentado de lo que supuso en los siglos XVI y XVII la paulatina incorporación de la mujer al oficio de representar.

Uno de los primeros hechos que llama la atención a la hora de abordar cualquier tema sobre actores de los siglos XVI y XVII es el elevado número de noticias documentales existentes sobre la actividad teatral en España. A pesar de que el número de noticias disminuye en el caso de las actrices, aun así su presencia fue, como es sabido, muy relevante en la práctica teatral de esos dos siglos. Por otro lado, la disminución de datos referidos a actrices entre la documentación legal (por ejemplo, en los contratos) no resulta sorprendente, sobre todo si pensamos que la mujer en los siglos XVI y XVII no era considerada sujeto legal, lo cual dificultaba no sólo su acceso a la actividad teatral, sino que condicionaba su incorporación a la empresa teatral como directora de compañías. Esa dependencia legal de la figura del varón, a quien se encontraba vinculada por lazos familiares, habitualmente como esposa o hija, se pone de manifiesto ya en el decreto promulgado el 17 de noviembre del 1587, correspondiente al alzamiento de la prohibición de representar mujeres en las compañías, prohibición que había entrado en vigor en 1586. En dicho decreto se establecía que las actrices tenían que estar casadas y acompañar al marido en la misma compañía. En 1600, tras la nueva prohibición de representar comedias en España que se prolongó entre 1598 y 1599, el Consejo de Su Majestad volvía a insistir, a la hora de reglamentar sobre este aspecto, en que las mujeres podían representar “andando en las compañías de las comedias con sus maridos ó padres, como antes de ahora está ordenado, y no de otra manera”. La situación profesional de las actrices casadas dependía, por tanto, en los inicios de la profesión, de los maridos, y en la mayoría de los casos, eran ellos quienes firmaban sus contratos. Eso hace que su presencia entre la documentación, a pesar de ser importante, no sea siempre reflejo directo de su participación en las representaciones. Por otro lado, las actrices menores de edad (es decir, con menos de veinticinco años) dependían legalmente del padre o del tutor, en caso de ser huérfanas, mientras que las actrices solteras (que habían adquirido la mayoría de edad), las viudas, las mujeres divorciadas o abandonadas por sus cónyuges eran legalmente autónomas y podían trabajar en solitario, aunque ésta no era la situación más habitual. En realidad, la actriz del siglo XVII ocupó en el ámbito profesional la misma posición subordinada que, como mujer, ocupaba en el ámbito familiar y social, si bien es cierto que la naturaleza misma de su profesión creó probablemente espacios de libertad en la vida privada, y posibilidades de un reconocimiento profesional, que en general estaban vedados a la mujer.

Aunque se trata de un tópico historiográfico, otro de los aspectos que inicialmente llama la atención al estudiar las actrices del teatro clásico es el juicio moral negativo que, si bien pesaba sobre la profesión en general, se hacía especialmente virulento en el caso de las actrices en particular. Como ha recordado Evangelina Rodríguez Cuadros, refiriéndose a la imagen de la actriz de la época, y a la visión que de ella ha tenido muchas veces la crítica tradicional, interesada en los escándalos que rodearon a algunas de ellas, la actriz es “un centro o un cuerpo donde convergen miradas sociales. Miradas, hay que decirlo, sobre todo masculinas que o leen desde el prejuicio o interpretan desde su perspectiva”.

Así pues, durante muchos años la aproximación crítica al tema de la mujer en el teatro del siglo XVII quedó reducida sustancialmente a hechos puramente anecdóticos o a las cuestiones relacionadas con la censura moral del teatro, en la que la actriz ocupaba un lugar protagonista. No hay más que recordar trabajos que se encuentran a mitad de camino entre la fabulación novelesca y el dato histórico, como los de Narciso Díaz de Escovar o Casiano Pellicer, o los varios acercamientos a la figura casi legendaria de la Calderona, de la que en realidad apenas sabemos nada como actriz. Junto a éstos hay que reconocer, en justicia, todos los datos aportados por la historiografía tradicional, con Cristóbal Pérez Pastor a la cabeza, pero también los aportados por aquellos eruditos que trabajaron meritoriamente en los archivos de diferentes ciudades, como José Sánchez Arjona, Eduardo Juliá Martínez o Narciso Alonso Cortés, por citar sólo algunos de los investigadores antiguos más notables, cuyo trabajo de acumulación de datos nos facilita hoy el poder acercarnos a la figura de los actores en general y de la actriz en particular, y nos ayuda a saber sobre ellos y sobre su profesión más allá de las anécdotas curiosas o escandalosas que protagonizaron.

Un paso más en la aproximación de los estudios sobre el teatro áureo lo constituyen los trabajos sobre el nacimiento del teatro español y el grupo dramático valenciano dirigidos por Joan Oleza, y especialmente un artículo de este investigador (“Hipótesis sobre la génesis de la comedia barroca y la historia teatral del XVI”) que puede considerarse la base teórica de un nuevo modo de enfrentarse al texto teatral.

El concepto de práctica escénica elaborado en su día por Oleza para explicar la tradición teatral del siglo XVI, resulta especialmente relevante como punto de partida epistemológico desde el que abordar el hecho teatral en su conjunto y no sólo desde la perspectiva privilegiada, pero no única, del testo literario, investigando aspectos que tienen que ver con el estudio de la organización, funcionamiento y formas de trabajo de aquellos que dieron vida en el XVI y XVII a esos textos literarios: los actores.  

 

Una explicación razonable de nuestra historia teatral solo es posible a partir de la totalización del hecho teatral como tal en su especificidad de espectáculo no siempre literario, tal como se concreta en el concepto de práctica escénica. En el interior de este concepto se aglutinan los datos de público, organización social, circuitos de representación, composición de compañías, técnicas escénicas, escenarios, etc... y en el interior de este concepto el texto es un componente más, fundamental si se quiere, sobre todo si consideramos que es una de nuestras fuentes privilegiadas de información, pero no el elemento determinante de nuestras hipótesis históricas. En última instancia nuestra mirada debe hacerse más “teatral”.  

 

Como apuntábamos más arriba, en el caso de España la documentación conservada en los archivos sobre compañías de actores es copiosísima, lo cual si bien es para el investigador una fortuna, plantea un problema: pues a lo largo de los últimos ciento veinticinco años, aproximadamente, han ido viendo la luz gran cantidad de esos datos en publicaciones dispersas y muchas veces de difícil acceso, especialmente las más antiguas (opúsculos o revistas y publicaciones locales, en muchas ocasiones).

El problema de la abundancia y dispersión de los datos publicados sobre actores hace que a la hora de abordar el conocimiento de los mecanismos de funcionamiento de la profesión se haga imprescindible la reunión de todos esos datos en un formato accesible y manejable como el que constituye hoy la base de datos del proyecto titulado Diccionario biográfico de actores del teatro clásico español[4] de cuyos datos este estudio se ha beneficiado.

 Otro de los problemas fundamentales con el que nos hemos encontrado a la hora de definir el corpus de esta investigación ha tenido que ver con el establecimiento de una nómina numérica de mujeres dedicadas realmente a la profesión teatral, ya que son muchos los nombres de las que aparecen vinculadas a la profesión a través de un familiar, pero no siempre podemos deducir que fueran actrices, y su actividad como profesionales de la escena nos plantea, por tanto, serias dudas. Y ello a pesar de que en ocasiones han sido incluidas como tales en la Genealogía, origen y noticias de los comediantes de España, es decir, en la obra que representa el primer intento en España de catalogación de actores[5] o en el catálogo de Hugo Albert Rennert, que representa el segundo catálogo sobre actores con aspiraciones globales con el que contamos.[6] Del conjunto total de actrices que tenemos documentadas entre mediados del siglo XVI y fines del siglo XVII, setenta y nueve, de hecho, resultan dudosas.

En este caso, nuestra opción ha sido actuar con cautela, descartando de nuestro corpus incluso algunas actrices incluidas en las fuentes examinadas cuando no encontrábamos razones sólidas para considerarlas como profesionales de la escena.[7]

A la hora de establecer si una mujer de la época puede ser considerada actriz, nuestra manera de proceder ha sido siempre dar mayor credibilidad a las fuentes de la época, dada su cercanía a los hechos y personajes que analizamos, a menos que otras fuentes con las que contamos muestren claramente lo contrario.

Éste es el caso de Catalina de Flores, que el autor de la Genealogía, hombre seguramente contemporáneo a los hechos, denomina “representanta”, recogiendo aquella historia que la consagró como actriz de la época: la del milagro que la Virgen de la Novena operó en su favor para que recuperara la salud.

Gracias a los datos aportados sucesivamente por otros historiadores, hoy podemos corregir la proliferación de noticias biográficas falsas que la Genealogía y toda una larga tradición daba a Catalina de Flores como una de las más famosas actrices de su tiempo. Según esta tradición, que José Subirá y Emilio Cotarelo tachan de falsa, Catalina de Flores, primera actriz en el Corral de la Pacheca, cayó enferma de repente una tarde en Madrid durante una representación que tuvo que suspender. La actriz ofreció una Novena a la Virgen del Silencio gracias a la cual recuperó la salud y volvió a actuar tras nueve días.

Según Subirá y Cotarelo, Catalina de Flores era, en realidad, una criada que durante tres años estuvo al servicio del matrimonio de actores formado por Bartolomé de Robles y su mujer Mariana Guevara (Varela). Al cabo de esos años, contrajo matrimonio con el buhonero Lázaro Ramírez del que tuvo dos hijas, las futuras actrices Bernarda y María Ramírez que Catalina entregó al matrimonio de actores al que había servido para que se encargasen de ellas.

A pesar de que el autor de la Genealogía afirmó literalmente que Catalina de Flores fue “representanta”, pues, ningún otro dato que poseemos sobre su biografía da constancia de su actividad teatral. Esto, junto con las correcciones sucesivas que han desmentido que Catalina de Flores fuera actriz, nos induce a que no la consideremos como tal en nuestro estudio.

El mismo criterio es el que utilizamos en el caso del catálogo de Rennert y las demás fuentes modernas que hemos analizado que daban a una mujer como actriz, aunque todas las noticias que sobre ella poseemos no la documentan como tal. Cuando hemos tenido la posibilidad de acudir al documento al que el investigador hace referencia, siempre hemos dado la prioridad a éste y a partir de los datos que ofrecía hemos establecido si podíamos considerarla como actriz o descartarla de nuestro catálogo. Esto explica por qué muchas de las actrices citadas en estas fuentes, no aparecen en nuestra nómina de actrices. Tampoco aparecen aquellas mujeres familiares de actores mencionadas como tales en documentos relativos a la vida privada de éstos, y en los que a veces se deja constancia del importante papel económico que estas mujeres desempeñaban en los asuntos familiares, la mayoría de las veces en calidad de apoderadas. Es el caso de Elena Osorio, hija del afamado autor de comedias Jerónimo Velázquez, y la Filis de los romances lopescos, la cual, de hecho, es recordada por haber sido una de las amantes del Fénix y, sobre todo, por el proceso que en 1588 su padre y su familia emprendieron contra el dramaturgo por unos libelos difamatorios que éste había escrito en contra de Elena y otras personas, motivo por el que Lope fue condenado a diez años de destierro.

Muchos son los datos que sobre Elena Osorio se conservan, pero todos parecen indicar que no se dedicó a la actividad teatral, a pesar de ser hija de un autor y de haberse casado con un profesional de la escena, el actor Cristóbal Calderón. Las noticias que tenemos de ella, en cambio, dan constancia de su papel activo en los asuntos económicos de su familia, tanto la de origen como la que había formado casándose con Cristóbal Calderón, pero no indican que en algún momento pudiera ser actriz.

Con todos los ejemplos expuestos se pone de relieve la dificultad que entraña el establecer una nómina de actrices en la época que nos ocupa, pues los casos ambiguos o dudosos son muchos. Llegar a descartar o incluir a muchas de ellas en nuestra nómina, nos ha supuesto tener que ponderar y establecer la fiabilidad de las fuentes que nos transmitían la información para poder llegar a ofrecer un listado seguro de actrices, precisamente de 1.359 actrices cuya pertenencia a la profesión teatral de los Siglos de Oro hemos podido documentar con seguridad y que ha constituido, por tanto, el corpus sobre el que hemos fundado nuestro estudio.  

Los datos poseídos y el análisis atento de la documentación, nos han permitido acercarnos con mayor exactitud a la que debía de ser la verdadera dimensión de las actrices de la época, es decir, de mujeres que estuvieron en activo en el oficio teatral de aquel entonces, no sólo porque protagonizaron la escena como profesionales de las tablas, sino porque en ocasiones contribuyeron decisivamente como tales, o ejerciendo funciones de autoras, a mantener el negocio artístico del que sus maridos eran oficialmente los únicos titulares.

 

 

 

 

                                                                                               



* El trabajo que mostramos a continuación es el resultado de la tesis doctoral leída y defendida por Mimma De Salvo en la Universitat de València en septiembre de 2006. Mantiene el título con el que se presentó. La versión en línea que aquí ofrecemos ha sido revisada (© 2008 Midesa s.r.l.).

[1] J. L. Canet Vallés, “El nacimiento de una nueva profesión. Los autores-representantes (1540-1560)”. Para los datos completos de esta obra, remito a la Bibliografía en la que se incluye un listado de las fuentes que han orientado teórica y documentalmente esta tesis doctoral.

[2] Actividad teatral en la región de Madrid según los protocolos de Juan García de Albertos: 1634-1660. Estudio y documentos.

[3] En el mismo Diccionario de la Real Academia Española, el adjetivo aficionado/a es definido con las siguientes palabras: “que cultiva algún arte sin tenerlo por oficio”.

[4] Se trata de un Proyecto de investigación sobre teatro áureo dirigido desde 1993, en el Departamento de Filología Española de la Universitat de València, por la Dra. Teresa Ferrer Valls. Para la puesta en marcha y pervivencia de este proyecto, en el que colaboro desde 1998 junto con un nutrido grupo de investigadores, ha sido determinante la financiación pública desde 1993 hasta el momento actual del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (nº ref. PB/ 94, 95-1005 y ref. PB/98-1485) y del Ministerio de Ciencias y Tecnología (nº ref. actual BFF 2002-00294).

[5] Su manuscrito fue editado por Shergold y Varey, los cuales, en su “Introducción” a esta obra recordaban que ésta fue redactada por un autor, probablemente de origen valenciano, en el período comprendido entre 1700 y 1721, fecha en la que fue terminada. Sin embargo, el manuscrito que hoy poseemos es una copia del original, que se perdió, realizada probablemente en 1723 por varias manos.

[6] Es la “List of Spanish actors and actresses. 1560-1680” que el hispanista norteamericano añadió como Apéndice al publicar en 1909 su trabajo sobre el teatro en tiempos de Lope de Vega.

[7] En el Apéndice final titulado “Las actrices de los siglos XVI y XVII”, incluimos una nómina de todas aquellas mujeres cuya actividad como actrices (autoras y músicas) hemos podido documentar y que han constituido, por tanto, el corpus de nuestro estudio.