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2.1. La consideración social del oficio

 

                                        

Quod aliquis amat in alio quod esse non vellet,

sicut homo amat histrionem, qui non vellet esse histrio.

 

Santo Tomás, Summa Theologiae

                                                               

 

A pesar de que fueron muchos los actores y actrices que ejercieron su actividad en los escenarios durante los siglos XVI y XVII, todos ellos debieron de enfrentarse con el problema de la consideración social que atañía al oficio en la época. Al hablar de la consideración social del oficio teatral y, en concreto, de la mujer dentro de este oficio, no podemos sustraernos de la consideración moral que de él, y de los actores, se tenía en la época. Es éste uno de los temas más tratados por la crítica, pues se ha prestado a entrar en el terreno de lo anecdótico o escandaloso que resulta curioso para el lector moderno. 

Como es sabido, el teatro español de los siglos XVI-XVII estuvo acompañado desde sus comienzos por las discusiones en torno a la licitud moral del arte de representar las comedias, a la que iba acompañada también la controversia estética sobre el mismo arte. Por lo que respecta a los actores, hay que evidenciar que pesaba sobre ellos una mitificación, que unía a la negación del tipo de vida que llevaban, una especie de fascinación por su mundo y manera de vivir.

Hay muchos testimonios de la época sobre esta polarización a la que se vieron sometidos dichos actores. José María Díez Borque indica entre los que se hicieron eco de los prejuicios sobre la profesión al anónimo teólogo de los Diálogos de las Comedias (1620) que en su obra tachaba a los actores de ser “gente perdida y estragada en vicios y maldades” además de ser “lujosa y viciosa”. De hecho, los actores eran atacados por no atenerse a las normas sociales: eran considerados “truhanes y chocarreros para gozar de vida libre y ancha”, borrachos, caprichosos, lascivos, así como lascivas y coquetas eran consideradas las actrices que, junto con sus colegas varones, violaban el orden natural querido por Dios llevando, en el ejercicio de su oficio, trajes del otro sexo. Escribía en 1598 Lupercio Leonardo de Argensola: “Las sabandijas que cría la comedia son hombres amancebados, glotones, ladrones, rufianes de sus mujeres y que así ellos como ellas con estas cosas son favorecidos y amparados de tal manera que para ellos no hay ley ni prohibición”.

Las discusiones en torno a la licitud del teatro acompañaron la actividad teatral desde sus comienzos, es decir desde cuando, como bien ha visto Evangelina Rodríguez Cuadros:

 

el teatro se hace problema (y al mismo tiempo arma política) y convierte a unos sujetos no en soporte de una gestualidad simbólica que representa una historia sacra, cuya estabilización inmóvil a través del tiempo asegura la permanencia de un dominio ideológico, sino cuando los hace sujetos de una gestualidad imitativa de historias efímeras y profanas, para distraer o para comunicar conciencia moral. Dichos sujetos anulan de un golpe la noción ritual de teatro, instauran una nueva condición mercantilista, de economía de intercambio en la profesión de crear imágenes libres y alternativas que no tengan significado determinado; crean, en fin, un público laico.

 

Hay que decir, de hecho, y siguiendo a Rodríguez Cuadros, que la desestimación del oficio del actor en su aspecto moral no sólo era debida al hecho de que su oficio no contribuyera a la salvación espiritual sobre el que se sentaba el dogmático esquema social tripartítico de la alta Edad Media (oratores, bellatores, laboratores), sino también porque surgió en una sociedad formada por “estados definidos por una organización jerárquica horizontal, en función de su estricta utilidad para el cuerpo social”, a la que el oficio teatral no parecía contribuir. Por ello, algunos moralistas fundamentarían parte de sus ataques al teatro en la desintegración del concepto de la profesión del actor o por lo menos en su reducción a una actividad pseudo-artesanal motivo por el que los actores, al fin de defenderse, insistieron en el aspecto hereditario, gremial o genealógico de su oficio y lucharon para que su trabajo tuviera, en aquella sociedad, el reconocimiento del estatuto de oficio.

Los argumentos decisivos en pro y en contra del teatro se formularon a principios del Seiscientos, es decir, en el momento en que el teatro entró en su primera fase de profesionalización y perfeccionamiento. Dichos argumentos giraron siempre en torno a los mismos puntos conflictivos, aunque su intensidad cambiaba según la época y aumentaba, como es obvio, durante los períodos de prohibición de la actividad teatral, es decir, cuando mayor era su debilidad, lo que fomentaba el intento de sus opositores de convertir la prohibición en definitiva.[1]

Pero ¿quiénes eran los enemigos del teatro y cuáles sus defensores? Afirmar que muchos detractores del teatro eran hombres de la Iglesia (miembros de órdenes religiosas), explica el porqué de las muchas murmuraciones y exageraciones en torno a los actores. Sin embargo, no todos los enemigos del teatro eran representantes de la Iglesia, como precisa Marc Vitse para quien: “partidarios y enemigos de la Comedia se distribuyen, en proporción históricamente variable y sin ninguna categorización apriorística, entre ‘laicos’ y ‘religiosos’”. Según el hispanista francés, existieron tres posiciones claras en las que se alineaban los detractores y defensores con respecto a la controversia ética sobre la licitud del teatro: los enemigos del teatro (como, por ejemplo, los jesuitas Pedro de Rivadeneira y Juan de Mariana en la primera época de la controversia) que, aunque conscientes del extraordinario impacto del nuevo instrumento que fue el teatro, se negaron a reconocerle cualquier aspecto positivo y, por tanto, cualquier legitimidad; los reformadores, es decir, los que mantuvieron una posición ambivalente o más moderada (como por ejemplo el anónimo teólogo de los Diálogos de las comedias, Lupercio Leonardo de Argensola, o el mismo Miguel de Cervantes) que intentaron promover una “explotación del arte dramático”; y finalmente los defensores del teatro (la Villa de Madrid, o el agustino Álvaro de Mendoza) que reivindicaron la utilidad y conveniencia de la comedia, como veremos.

Según Vitse, los argumentos aducidos por los detractores del teatro fueron fundamentalmente tres: contra los representantes, contra la representación y contra la materia teatralizada.

Los argumentos contra los actores hacían hincapié en el hecho de que era gente perdida, pecadores que profanaban el orden moral, socio-político y religioso. Eran los actores un mal ejemplo fuera y dentro del teatro: su vida escandalosa y promiscua, así como la excitación verbal y paraverbal de sus espectáculos inducían a los espectadores, y en general a la gente, a imitarlos, lo cual constituía indudablemente una amenaza para la “moral familiar” (adulterios y desobediencias), para la paz pública (venganzas), para la ordenación social (casamientos desiguales) y para la política (bandos y sátiras). La representación teatral era, además, incentivo de vicios ya que no constituía un útil entretenimiento, sino que quitaba brazos al trabajo, y por tanto a la economía del país, y a la defensa militar, dado que los mismos actores, para dedicarse a las representaciones, dejaban sus anteriores oficios y, a su vez, los espectadores se entretenían demasiado tiempo en las representaciones aprendiendo nada más que el ocio.

El debate sobre la licitud del teatro se concentró en la actividad teatral de los corrales y en las representaciones de los autos para la festividad del Corpus (y para la Octava). Tanto el teatro popular como religioso estaban muy relacionados desde el punto de vista organizativo, aunque la supervisión era competencia de gremios diferentes. Un papel importante lo desempeñaba el Consejo de Castilla, llamado también Consejo Real, que era la máxima autoridad civil del Estado después del Monarca, en cuyo nombre ejercía múltiples funciones, entre ellas, las que correspondían al control y regulación de la actividad teatral que a su vez desempeñaba a través de un Protector, el cual no sólo tenía autoridad en Madrid, sino en todas las ciudades y villas del país en donde había teatros.

Cuando se generó la controversia sobre la licitud del teatro, tanto el Consejo de Castilla como la Villa de Madrid apoyaron el teatro fundando sus argumentaciones en dos factores distintos: el apoyo financiero que los hospitales recibían del ejercicio teatral, y la importancia que tenía la representación de los autos sacramentales en la festividad del Corpus, siendo representados los autos por las compañías de actores profesionales.[2] Estos argumentos fueron presentados por la Villa en un informe dirigido al rey en 1598 en el que se solicitaba el levantamiento de la prohibición. A este informe y a sus argumentaciones respondía y replicaba, en 1601, Fray José de Jesús María, resumiendo sus argumentos en contra del teatro en la Primera parte de las excelencias de la virtud de la Castidad (Alcalá 1601). Tanto él como el Padre Mariana, cuyas invectivas se harían públicas en el mismo período, hacían hincapié en la moralidad de los actores, los cuales, por su actitud fuera y dentro del teatro, constituían un mal ejemplo para la gente (espectadores y fieles a la vez).

Sin embargo, tanto Fray Jesús María como el Padre Mariana, así como los exponentes de la Iglesia que atacaban el teatro, lo hacían desde un punto de vista puramente teórico, es decir, fundando sus argumentaciones en escritos teóricos de la Biblia, de los padres de la Iglesia y otras autoridades. Sus ataques se basaban únicamente en prejuicios hacia el teatro ya que, según afirmaban, no habían presenciado ninguna representación teatral, de donde se derivaba su incapacidad de establecer unas fronteras diferenciadoras entre el personaje representado y el actor representante. No debe sorprender, por tanto, que el autor de los Diálogos de las Comedias afirmara lo siguiente:

 

Sale una farsanta á representar una Magdalena, ó la que hace la Madre de Dios, y un representante un Salvador, y lo primero, vereis que esta muger lo más del auditorio conoce que es una ramera y el hombre es un rufián; ¿puede haber mayor indecencia en el mundo? Lo otro, acabado de hacer una nuestra señora, sale un entremés en que hace una mesonera ó ramera con ponerse una toca y ragazar una saya, y sale á un baile deshonesto y á cantar y bailar […], y él, que hizo el Salvador poniéndose una barba, en quitándosela sale á cantar ó bailar ó representar […]. ¿No os parece que esto muestra una grande indecencia y irrisión de nuestra fe?

 

O que el mismo Fray José de Jesús María declarara que los autos eran “ofensivos” porque los representaban hombres acostumbrados a representar cosas torpes y feas, gente viciosa e infame, en fin, gente pecadora.

Opuesta a esta actitud existía otra, inversa, es decir, la total transposición, por parte del público, de las cualidades y formas de comportamiento de los papeles escénicos a la vida privada de los actores. Lope de Vega escribía, de hecho, en su Arte nuevo:

 

Pues [que] vemos, si acaso un recitante

hace un traidor, es tan odioso a todos

que lo que va a comprar no se lo venden,

y huye el vulgo de él cuando le encuentra;

y si es leal, le prestan y convidan,

y hasta los principales le honran y aman,

le buscan, le regalan y le aclaman.

 

El mismo Lope recordaría en la dedicatoria de su comedia El Rústico del cielo un ejemplo de cómo los espectadores llegaban a identificar totalmente a un actor con el papel que representaba, mencionando lo que le ocurrió al actor Salvador de Ochoa, el cual, saliendo un día de la representación, fue identificado con el caritativo personaje del hermano Francisco que había representado:

 

…me parecio –afirma Lope– dedicaros esta Comedia, historia verdadera del Hermano Francisco, por lo mucho que en Alcala particularmente le conocistes y tratastes, viuiendo en el hospital de Altozana, donde como sabeis sucedieron las mas de las cosas que aqui refiero, reduzidas a vna representacion, que fue tan bien recibida, no solo dôde le conocieron, pero donde apenas auia llegado su nombre. Honraronla con su Real aplauso los señores Reyes de venerable memoria, dô Felipe Tercero y doña Margarita de Austria, que Dios tiene, como en vida lo auian hecho en tâtas ocasiones, estimando aquella santa simplicidad, con que los llamaua el hermano Felipe, y la hermana Margarita, abraçandolos, y llegandoles su rostro y ropa, que siêdo tâ pobre y rota, exhalaua vn diuino olor no conocido de los quadros de los jardines de sus Reales casas, por que deuia de ser de los del cielo, donde tenia su conuersacion, como el Apostol dize. Sucedio vna cosa rara, que vn famoso representante, a quien cupo su figura, se transformò en el de suerte, que siendo de los mas galanes y gentilhôbres, que auemos conocido, le imitò de manera, que a todos parecía el verdadero, y no el fingido: no solo en la habla y en los donayres, pero en el mismo rostro: y yo soy testigo, que saliendo de representar vn dia, ya en su trage y vestido de seda y oro, le dixo vn pobre a la puerta: Hermano Francisco deme vna camisa, y mostrole desnudo el pecho: admirado Saluador (que assi se llamaua) le lleuò sin replica a vna tienda, y le côprò dos camisas: sin esto se juntauan en el vestuario de la Comedia muchos niños de gente principal, y salian a cantar con el al teatro, y à recibir aquel pan, que les daua, sin enfado de sus padres: gran prueua de la santidad deste Rustico celestial, pues aun lo fingido se respetaua, y en la imitacion hallaua la verdad la veneracion que merecia.

 

Los propios actores, en ocasiones, no llegaban a distinguir la realidad de la ficción escénica, como relata Ricardo Sepúlveda recordando el caso de Manuela (de) Escamilla y de su marido, el actor Miguel Dieste:  

 

Pues sucedió que una tarde salió la Escamilla a representar La adúltera penitente de D. Pedro Calderón, y al verla tan desconocida de basquiña, guardainfante y mangas arrocadas, bullonadas y acuchilladas, con el cordón seráfico arrastrando por las tablas, cebo hipócrita de donceles albillos, el actor que con ella tenía la brega de la representación (y que al decir de la crónica era su marido, desde que la galleguita hubo cumplido los trece años), sacó de pronto unas tijeras largas, y abrazando a la Manuela con fervor místico de marido semiburlado, exclamó: “Con estas tijeras fuertes / la borla te he de cortar”. Y, en efecto, así lo hizo: cortó de un tijeretazo el cordón de San Francisco, y se lo echó, con trágico ademán, a Sr. Alcalde de Casa y Corte, diciéndole: “– Ahí va eso para los pobres del refugio y para los tontos”. La actriz cayó al suelo desmayada. El Alcalde, indignado por el desacato cometido en su persona, levantó la vara del oficio y dijo a los corchetes que tenía a los dos lados: “– Llévenlo a la cárcel; que allí se pudra; y siga adelante la representación”. Esto último fue dicho a los mosqueteros y a la jaula de mujeres, que ya empezaban a tomar parte con pitos y griterías, unos en contra, otros en pro del osado comediante. “– ¿Por qué hizo su mercé tamaño ultraje a la adúltera penitente de mentirijillas?” –le preguntaron al de las tijeras sus compañeros. “– Porque hay bajo aquel cordón pérfido muchos anhelos hipócritas, que yo no quiero permitir se me suban a la cabeza. ¿Lo entienden ustedes?”.  

 

Los órganos oficiales interesados en rehabilitar el teatro y ponerlo a su servicio, atenuaban, de algún modo, las acusaciones vertidas contra los actores. De hecho, según Oehrlein, las comisiones oficiales (el Consejo de Castilla y la Villa de Madrid) impidieron que los teatros se cerraran por los motivos aducidos por los teólogos, ya que estaban fundamentalmente interesados en aprovecharse del teatro como medio de ostentación y demostración de fe (autos del Corpus). Así que la Villa procedió a una rehabilitación general de los actores negando las influencias mutuas entre su vida privada y los sucesos escénicos:

 

Tampoco es buen fundamento para quitar la comedia el decirse que por ella andan más de cien hombres en estos reinos ociosos, pues porque no hubiera más se pudiera dar mucho, especialmente que estos ocupados andan y no pueden igualmente todos estar ocupados en grandes ministerios, que ni Dios hizo á todos profetas, ni á todos doctores. Y en efecto la gente que se ocupa en esto para reinos tan grandes es tan poca, que a nadie hacen falta, y de verdad que ellos hacen más en ello que la república en ampararlos, y es sin duda haber entre ellos gente de buena razón y entendimiento y costumbres, y que si bien perdieron de derecho alguna reputación, conservan de hecho la de la cortesía, modestia y templanza y otras virtudes; son casados y los que viven mal, demás de que hacen lo que ven hacer á los que no son representantes, es cierto que también lo hicieran sin serlo. 

 

La Villa aducía en sus argumentaciones que los actores no tendrían autorización para reproducir sobre el escenario cualquier texto según su capricho y que sólo podrían representar los textos de autores acreditados que, a su vez, estaban sujetos a una estricta vigilancia por parte de la censura. Subrayaba, además, que era el organismo que tenía la mayor autoridad a la que apelar cuando se produjeran excesos sobre los géneros menores que no se podían controlar tan rigurosamente como las obras que se controlaban a través de la censura.

Sin embargo, las acusaciones de los detractores del teatro no llegaron nunca a ser tan determinantes para provocar la prohibición definitiva del teatro. Las tres instituciones (Villa, Corte e Iglesia en última instancia) veían en el teatro un medio para defender sus intereses personales y, de hecho, cada una de ellas obtenía de la actividad teatral sus beneficios personales, siendo éstos el mantenimiento de los hospitales municipales a través de los ingresos teatrales, la proclamación de doctrinas eclesiásticas con la ayuda de los autos sacramentales y otras obras de contenido religioso, y el complemento del ceremonial cortesano por medio de las representaciones teatrales, algo que benefició, en última instancia, al mismo actor, como ha subrayado Oehrlein al afirmar que: “al actor esta necesidad de teatro alimentada por las más altas instancias oficiales le proporcionaba el marco de actuación con el que él podía construir y reafirmar su posición privilegiada como configurador del ritual de la representación teatral”.

Un ejemplo significativo de la posición privilegiada que llegaron a alcanzar algunos actores en el programa de “propaganda religiosa” promovido por los organismos oficiales, lo representa el caso de la actriz Francisca Baltasara, más conocida como la Baltasara “primero célebre histrionista y después santa anacoreta”, según la definición de Amelia García Valdecasas.

Esta actriz que pertenece a la primera época del teatro, se casó con el actor Miguel Ruiz, aunque siguió manteniendo relaciones extra-conyugales. Según cuenta la Genealogía y refiere detenidamente Henri Mérimée, mientras la actriz, primera dama de la compañía de Alonso de Heredia –compañía en la que se había hecho famosa representando papeles de hombre– representaba en 1611, en Valencia, la obra titulada Saladín de Damián Salustio del Poyo, fue iluminada por la gracia divina en pleno espectáculo, y éste quedó interrumpido. Ni los ruegos de la compañía, ni de su marido, ni de un enamorado salmantino que había abandonado la universidad para seguirla, lograron convencerla para que continuara con su oficio. Francisca Baltasara abandonó las tablas y huyó a Cartagena, a una ermita consagrada a San Juan Bautista, donde había estado anteriormente, y allí, dedicada a la práctica de la virtud, expió sus errores. Compañía, marido y enamorado la siguieron, pero ella no cedió, sino que los ganó a su nueva fe y los convirtió en ermitaños. Se decía que cuando Francisca Baltasara murió sucedieron una serie de prodigios, entre otros el que las campanas de la ermita de San Juan tocaran solas. La vida, la conversión y la muerte de esta actriz dio lugar a la composición de una comedia titulada La Baltasara fruto de Antonio Coello, Vélez de Guevara y Rojas Zorrilla, obra que a su vez inspiró La comica del cielo, con la que Giulio Rospigliosi, el futuro papa Clemente IX, decidió celebrar su subida al trono como pontífice.

También la actriz Clara Camacho se convirtió en el escenario mientras representaba un auto, y tras la conversión decidió pasar los últimos años de su vida de forma ejemplar: “hauiendo sido mui exemplar su vida en los ultimos terminos de ella, lo que procedio de un auto sacramental que representó en que se enferuorizó mucho”.

Los casos de Francisca Baltasara y Clara Camacho, sin embargo, no son los únicos casos de actrices que después de una vida dedicada al oficio teatral, y en cierto sentido “pecaminosa” desde el punto de vista de la moral de la época, se arrepintieron, se retiraron a un convento o vivieron sus últimos años de forma ejemplar. Otras actrices también populares siguieron su ejemplo y después de haber representado muchos años, decidieron abandonar el oficio y refugiarse en un monasterio.

De otras actrices se difundieron leyendas que las celebraban como santas. Es éste el caso de la actriz Isabel Hernández conocida como la Velera que después de haberse dedicado al oficio teatral se hizo monja; de Ana de Villegas que fue actriz y “despues beata” o de Ángela de León (San Román), “celebrada musica”, que “se retiro a Alcala de Henares con su madre, despues de muerto su padre, y vive en un retiro empleandose en exerzizios de virtud”. Josefa Lobaco, tras quedarse viuda, ingresó en el convento franciscano de Santa Clara de Illescas, donde murió considerada como santa, y la Calderona, que fue “la madre del Sr. don Juan de Austria, y luego que pario la puso en un combento de vn lugar de la Alcarria el Rey Phelipe IV en donde murio abadesa” y “hay quien asegura que murió en olor de santidad”.[3]

Estas difundidas leyendas acerca de la santidad de algunas actrices pretendían dotar su vida de un carácter edificante. Así recordamos también la historia de la actriz Francisca Ortiz de Gracia y su marido, el actor Juan Bautista Gómez, que actuaron en Murcia con la compañía de Andrés de Claramonte. Según una tradición, la actriz solía acudir los sábados a la misa solemne que se celebraba al amanecer en la catedral, y en una de ella tuvo una visión sobre la vida penitente que debía emprender. Y allí pasó veintiocho años de austera penitencia, hasta su muerte. El lugar del retiro conserva hasta hoy el nombre de Cueva de la Comedianta o de la Cómica.

Otra vida ejemplar fue la de la conocida Damiana López, actriz que

 

fue bien conocida por la virtud que profeso en Barzelona y fue muger que viuio evangelicamente, pues jamas reseruo para otro dia cosa alguna para su sustento y de su hermana Beatriz Lopez, donzella, y de una esclaua que tenian, a quien dandola libertad no fue posible apartarse de sus amas viuiendo virtuosamente todas tres, y por quanto doña Ysabel Mesia su cuñada estaua en esta Corte y casada con un Señor del Consexo de Guerra y por amarla mucho por su virtud le daua al Liz. Peñarroja la comisiono de algunos socorros que la emuiaua hasta que esta Señora murio, en cuio testamento dexó un legado de 500 ducados para que se los entregasen al dicho Peñarroxa para que desta cantidad la fuese socorriendo a Damiana, como la executaua, embiando este dinero en diferentes ueces con el conozimiento de que si de una uez se los enbiaua hera tan ardiente su caridad y tan observante de la pobreza que luego los gastaria con los pobres para serlo ella.

 

La fama de santidad de la actriz llegó hasta el punto que dos órdenes religiosos se disputasen su cuerpo después de muerta:  

 

Ubo competencia por su cuerpo en la ziudad de Barcelona en donde murio el año 1690 alegando los relixiosos agustinos descalzos del Combento de Santa Monica les tocaua por ser Cofradesa de Nuestra Señora de la Novena y tener en su Capilla entierro los representantes. Los relixiosos franciscanos fundauan su pretension en que hera de la Terzera Horden y en fin a fauor de estos se decidio, y asi la enterraron en el Combento de San Francisco en sepoltura separada.

 

Lo que deberíamos preguntarnos es por qué ésta y algunas de las actrices antes mencionadas fueron presentadas como santas y arrepentidas, o por qué acerca de ellas se generaron leyendas a pesar de que no siempre llevaron una vida ejemplar. Una respuesta parcial se halla en el hecho de que los órganos oficiales afianzaron con casos de conversión su programa religioso, ¿y qué mejor ejemplo podían ofrecer que las vidas de aquellas actrices pecadoras convertidas casi en santas? La vida de la actriz Francisca Baltasara, por ejemplo, “pecadora“ en juventud y “arrepentida” en la vejez constituía un exemplum para el público, a su vez fieles, así como otros tantos modelos los constituían los casos de aquellas actrices que, como la Baltasara, se habían convertido en escena mientras representaban o de aquéllas que dejaban el oficio para tomar los hábitos religiosos, aunque no siempre el arrepentimiento y el retiro en un convento de una actriz en la época, representaba un ejemplo verdadero de arrepentimiento y de conversión a la vida religiosa. Muchas actrices de la época, de hecho, después de haber representado durante años, elegían la vida retirada del convento sobre todo si eran viudas (como en el caso de Josefa Lobaco) sólo para disfrutar de una vejez honrada, tanto a nivel económico como social.

Tampoco es de extrañar que las mismas dejaran limosnas a conventos o a la Cofradía de la Novena, es decir la hermandad constituida en Madrid en 1632, que agrupaba al gremio de los actores bajo la advoción de Nuestra Señora de la Novena, teniendo su sede en la madrileña iglesia de San Sebastián, que era la parroquia de la mayoría de los actores que vivían en Madrid. Las limosnas a estas instituciones respondían a un diseño bien preciso, el de su rehabilitación moral y social en el seno de aquella misma sociedad que siempre las había mirado con ojo escandalizado. En una sociedad como la del Siglo de Oro en la que los signos externos de status adquirían un valor fundamental, los actores intentaron dignificar social y moralmente su figura durante todo el siglo XVII, algo que se evidencia en la misma Genealogía, es decir, la fuente que en mayor medida nos documenta estos casos de conversión y santidad. El hecho de que esta obra fuera redactada, entre 1700 y 1721, convierte a su autor en un hombre contemporáneo, con todos los prejuicios que los hombres de aquel entonces podían tener sobre los actores. El afán del autor de la Genealogía por recoger estos casos de conversión o santidad de las actrices, demuestra, de hecho, que aún en 1700 los actores en general, y las actrices en particular, no estaban totalmente aceptados, algo que sorprende aún más si consideramos que las actrices antes citadas eran “hijas de la comedia”, es decir, procedían de familias de actores, o desempeñaron su actividad en la segunda mitad del siglo XVII (Ángela de León (San Román) y Damiana López), condiciones estas dos que, por tanto, no eran aún totalmente suficientes para asegurarles una total integración y una consideración moral digna en la sociedad en la que vivían.

Sin embargo, también es cierto que entre las actrices activas de la época pudo haber casos verdaderos de actrices devotas. Éste fue el caso de María (de) Riquelme, la cual siendo pequeña, recibió una educación religiosa en el convento de la Encarnación por deseo de la reina doña Margarita, fundadora de este convento. Sin embargo, no profesó por deseo de su padre, el actor y autor Alonso de Riquelme que la sacó del claustro cuando ya era mayor. No obstante, ella conservó siempre su devoción, dando lugar a la leyenda de su santidad:  

 

Está enterrada en Barzelona en Santa Monica en la capilla de los representantes. Fue muger de mucha virtud, por lo que merecio mucho aplauso. Está su cuerpo entero hauiendo muerto el año 1656 [sic, 1634]. Consta lo de la sepoltura por una carta que escriuio al Lic. Don Geronimo Peñarroxa con fecha de 19 de henero 1692 Fray Ysidro de Jesus Maria, relixioso agustino recoleto en el combento de Santa Monica, en que dize formales palabras: “[…] se puede decir desta que despues de 40 años enterrada en la voueda de los Señores representantes que está en la Capilla de la Virgen de la Nouena estava entera, y un relixioso que se llama el Padre Fray Geronimo entró en dicha boueda y la quitó la correa para tenerla como reliquia, y el Padre Prior que entonzes hera que murio en nuestro combento de Madrid llamado Fray Raphael de San Miguel se la mandó boluer; estaua toda entera, y el velo que lleuaua tambien, que causó mucha admiracion a los que lo vieron. Aora está toda desecha por la poca politica que an tenido los sepoltureros, que quando enterrauan algunos en dicha boueda sin atender lo que hacian encontrauan con el cadauer y le an todo descompasado. A sido muger que los que ai oi de aquellos tiempos dicen que a sido una muger mui perseguida por auer sido mui hermosa, y representar tan diuinamente y que por ninguna manera se supo cosa fea antes bien mui deuota, frecuentando mucho los sacramentos y que la tenian todos por mui santa al decir de todos, etc.”.

 

Otro ejemplo de religiosidad lo representa la actriz Fabiana (de) Laura cuya historia es también recogida por la Genealogía que subraya la gran devoción que la actriz manifestó hasta los últimos momentos de su vida: “Aseguranme los que la asistieron en su emfermedad y muerte que fue esta con gran edificazion de todos, pues despues de hauerse comferido tomó vn crucifixo en la mano haciendo vna mui expresiua y deuota exclamacion y con tantas beras como en lo aparente lo supo representar en las tablas, de genero que vn relixioso trinitario descalzo que la comfesó quedó admirado y con gran comfianza se su saluazion”.

A pesar de la ocasional utilización de las virtudes de algunas actrices como modelo edificante, en general seguía pesando sobre los actores una imagen negativa que indujo al Consejo de Castilla a intervenir con unas ordenanzas que reglamentaran la actividad teatral y las compañías de actores.

Es cierto que aquella vida de los actores que tanto escandalizaba generaba, a la vez, cierta fascinación: bien porque les ofrecía beneficios, bien porque sus representantes alcanzaban, en más de una ocasión, gran fama y competencia en su arte. Sin embargo, la gran popularidad de muchos actores, idolatrados por una masa popular, no implicaba necesariamente, tal como afirma Díez Borque, que la profesión fuese considerada digna y honorable, tanto que a pesar de que algunos de los primeros actores y actrices alcanzaron riquezas importantes y sobrada popularidad, no pudieron desclasarse ni evitar ser discriminados, ni conseguir una estimación social de acuerdo con su verdadera situación. Así lo muestra el caso de Iñigo de Velasco, actor cuya muerte fue recogida en un Aviso del 25 de agosto de 1643, en el que se anotaba que: “de Valencia han avisado que allí degollaron a Iñigo de Velasco, un comediante de opinión, porque olvidado de la humildad de su oficio, galanteaba con el despejo que pudiera cualquier caballero”. 

Los prejuicios acerca de los actores eran muchos a principios del siglo XVII, es decir, cuando la actividad teatral se incrementa, puesto que no tenían espacio en aquella sociedad, al no existir, como se ha dicho, una consideración legal y social del oficio del actor y por tanto de la figura de éste como profesional. Si esta ausencia de consideración legal respecto al oficio contribuyó a la consideración social negativa del actor en la época, no menos contribuyó a esta visión negativa, su manera de vida considerablemente diferente de la que llevaba la mayor parte de sus coetáneos, y su origen social, pues la mayor parte de los primeros actores procedía de ámbitos básicamente humildes. Y de hecho, no es casualidad que en los documentos legales relativos a estos primeros actores se haga referencia, en ocasiones, a su primer oficio desempeñado, generalmente de extracción artesanal (“batihoja”, “calcetero”, etc.), para indicar su “identidad” profesional, ya que era ésta la única que se les reconocía en esos años de puesta en marcha del oficio teatral.  

La procedencia humilde de los primeros actores generó el menosprecio que la clase acomodada sentía por ellos, motivo por el que cuando alguien de familia medianamente situada socialmente entraba en la comedia, por ejemplo inducido por el amor hacia una actriz, inmediatamente sus familiares intentaban rescatarlo de aquel oficio que consideraban infame. Éste fue el caso del actor Don Pedro Antonio de Castro y Salazar que era alguacil mayor de la Inquisición el cual:

 

salio a la comedia abandonando su casa por hauerse enamorado de una representanta que se llamava Antonia Granados [...], muger tan honrada que viendose pretendida del dicho don Pedro en dicha ziudad [Logroño] donde a la sazon representaua, le dijo que ella solo se rendiria al que fuese su marido, con cuia respuesta determino don Pedro dejar su casa, como lo executo, y disfrazado se fue con la conpañia a Zaragoza donde se caso con Antonia Granados, llamada por otro nombre la Diuina Antondra, y avnque despues de muchos dias que se supo este caso le hicieron ynstancias sus parientes para que se voluiese a Logroño y vno dellos, fray Benito de Salazar, que algunos años despues fue General de su relijion, y despues murio obispo de Barcelona, no quiso el dicho don Pedro de Castro, y luego murio, hauiendo sido representante ocho años….

 

Un caso similar fue el de Lope Sasieta Avendaño que, como el anterior actor, era de origen hidalgo, y recibió formación académica en Salamanca, llegando a bachiller. Lope Sasieta se casó con la actriz Jerónima (de) Salcedo, hija del autor Mateo de Salcedo. En 1596-97 cuando se abrió el proceso judicial en que se vieron implicados Mateo de Salcedo, su hija Jerónima y el mismo Lope Sasieta, respectivamente acusados de alcahuetería, amancebamiento y lenocinio, la familia Salcedo confesó que ya en 1596 cuando representó ante el duque de Osuna, gente próxima al Duque había manifestado a Lope Sasieta los sufrimientos de la madre del actor ocasionados por la profesión de su hijo, juzgada indigna de su linaje. Siempre según esta declaración, el Duque le habría propuesto entonces que abandonase el oficio de actor, ofreciéndole unas tierras en las proximidades de Morón y el cargo municipal de alcalde mayor en Olvera, una de las villas de su señorío. Lope Sasieta aceptó esta proposición, pero no queriendo faltar a las obligaciones contraídas con su suegro y con el autor Nicolás de los Ríos, esperaba que venciera su contrato para acceder a su nueva vida. Al disponerse a hacerlo, se encontró con que las tierras ofrecidas por el duque estaban embargadas y con que los miembros del Cabildo de la Villa donde debía tomar posesión de su cargo se negaron a aceptarlo. Tras varias reclamaciones judiciales que lo arruinaron, regresó después de unos meses a Madrid, donde se encontró envuelto en el proceso por lenocinio y cuando el proceso finalizó, siguió trabajando como actor.

En muchas ocasiones el menosprecio de la gente acomodada era tal que los actores procedentes de familias hidalgas se veían obligados a cambiar de nombre por consideración a sus parientes. Así lo hizo Jerónimo Sandoval que pertenecía a una familia de linaje y que al incorporarse al oficio teatral adoptó este nombre sustituyendo al originario que era el de Jerónimo de Cárdamo y Salcedo. Procedía también de una familia acomodada el actor Félix Pascual “hijo de padres mui honrados, y de buen linaje”, cuyo verdadero nombre era Jaime Lledó el cual también entró en la comedia por amor a una actriz, la afamada María de Heredia, “y solo en este exerzizio tocaba la guitarra […] y las vezes que estubo en Valenzia, por atenzion de sus parientes no salio a las tablas”.

Otras veces a los actores que procedían de familias acomodadas se les substraían sus derechos de hidalguía por haber entrado en la comedia. A este propósito recordamos el caso de Alonso de Olmedo y Tofiño que pertenecía a una familia de “hijosdalgos e ynfançones en el [...] reino de Aragon”, según constaba en un Real decreto de Su Majestad y cuyo padre era el Mayordomo del conde de Oropesa. Sin embargo, por un decreto de Felipe IV (probablemente la cédula real fechada el 20 de mayo de 1647), se rehabilitaron sus derechos y en el decreto se nombraron también a sus hijos, entre ellos Alonso de Olmedo, Bachiller de Cánones en la Universidad de Salamanca. Un caso similar al de Alonso de Olmedo y Tofiño es el del autor Juan Francisco Ortiz el cual, una vez que accedió al teatro, tampoco pudo valerse siempre de su origen acomodado a causa del oficio que desempeñaba. De hecho, sabemos que “estubo preso por deudas, y queriendose valer del fuero de nobleza le opusieron el ser representante, y Phelipe IV declaro no hauerle perdido”.

Hay que precisar, sin embargo, que aunque hubo casos de actores que procedían de familias acomodadas, éstos siempre son pocos cuantitativamente hablando con respecto a los demás actores que procedían de ámbitos menos acomodados,[4] lo que no evitaba que, tampoco en este último caso, sus familiares sintieran menosprecio por el oficio actoral, como muestra claramente el caso de María de Córdoba, la afamada Amarilis, la cual en su pleito de divorcio de 1639 hacía constar que había sido desheredada por haberse casado con un actor “a disgusto de sus padres”.

Si es cierto que la sociedad de la época tardaría mucho tiempo en aceptar a los actores y su oficio como “socialmente honorable”, también es cierto que a esta falta de aceptación contribuyeron los propios actores, pues, en ocasiones, asumían los mismos prejuicios que la sociedad tenía hacia ellos, aun cuando habían alcanzado gran renombre en la profesión. Es este el caso del actor Cosme Pérez, el conocido Juan Rana, el cual, a pesar de ser el más afamado gracioso de la época y otorgándole esta fama enorme prestigio en la profesión y fuera de ella, solicitó a la reina que la ración ordinaria de la que disfrutaba pasara a su hija, María (Francisca) Pérez, con la condición de que ella no se dedicara a su misma profesión. Otro caso es el Jerónimo de Peñarroja, actor y tesorero de la Cofradía de la Novena, el cual retiró del teatro a su hija Margarita que “hizo en las tablas angeles y algunos papelitos siendo muchacha”, cuando “se disponia muy bien”. La aversión de Jerónimo de Peñarroja al hecho de que su hija estuviese vinculada al teatro fue tan fuerte que hasta decidió casarla “fuera de la comedia”. Es probable que también el afamado autor Jerónimo Velázquez se opusiera a que su hija Elena se convirtiera en actriz, algo que no parece extraño si consideramos que el otro hijo del autor, Damián, se desvinculó del teatro por deseo de su padre, y se doctoró en leyes viviendo en Cartagena de Indias, donde desempeñó el cargo de consultor del Santo Oficio de la Inquisición y sucesivamente el de teniente general del gobierno de La Habana.

Los prejuicios que pesaban sobre los actores varones se intensificaban en el caso de las mujeres ya que las actrices rompían con las normas de conducta moral vigentes propagados por los moralistas. Éstos, herederos del humanismo renacentista y del erasmismo, que había abordado la cuestión de la condición, educación y comportamiento de la mujer en la época, se arrogaron a su vez el derecho de establecer los modelos de conducta de la mujer y de definir el papel que ella debía desempeñar en el seno de aquella sociedad.[5] La común doctrina difundida por estos moralistas a lo largo de los siglos XVI y XVII confinaba fundamentalmente a la mujer al espacio doméstico de la casa (y de la naturaleza) en el que debía desempeñar su función de madre y esposa. En ella se apreciaban y exigían virtudes como el silencio, la obediencia, la modestia, el recogimiento, la sumisión, además de la castidad. No respetar estos imperativos significaba invadir el espacio público destinado al hombre, y romper con las normas morales establecidas, siendo tachadas despectivamente como “bachilleras”, por ejemplo si presumían de ser cultas, como en el caso de algunas de las pocas mujeres escritoras con las que contamos en la época, o como “ventaneras”, cuando de hecho superaban el límite del espacio privado de los muros de la casa, y se exponían a lo pecaminoso.

En el sistema patriarcal que regía en estos siglos, el papel desempeñado por la mujer se definía siempre a partir de su relación con el varón, con las siguientes categorías: doncella, casada, viuda, monja. Si la familia era la célula y el mundo en el que la mujer debía moverse, por consiguiente a ella se la identificaba como totus uterus, tal como recitaba un habitual aforismo médico, es decir, a partir de su aparato reproductor, eso es, a partir de su capacidad de procrear y, por tanto, se la idealizaba como madre, en la medida en que se hacía depositaria de los valores patriarcales que debía transmitir a sus hijos mediante la educación, y como esposa, en razón de su capacidad de contribuir a la economía familiar. De esta forma la mujer era anulada como sujeto individual, lo que respondía también a la idea de imbecillitas sexus que en aquel entonces se tenía de la mujer y que inhabilitaba a la vez su condición jurídica en aquella misma sociedad, es decir, su posibilidad de actuar “dado el concepto social que se tiene de su capacidad personal para realizar los actos que implican el pleno uso de sus facultades y desarrollo de su actividad como ser de derecho”, tal como apunta Paloma Cepeda Gómez.

De los cánones de comportamientos mulierum establecidos por los tratados moralistas se hacía eco también la literatura costumbrista. Así dibujaba Juan de Zabaleta el comportamiento de la mujer cuando dejaba las paredes domésticas: “La mujer en fin ha de ser encogida, con casi la soledad de su casa ha de estar en la calle. Con mirar poco y hablar menos, casi estará sola. La tortuga en público está encerrada. Muy dentro de sí ha de estar la mujer en público: los párpados echados sobre los ojos la encubren toda; el silencio la hace ausente. Nunca está una más hermosa que cuando está dormida: nunca parece mejor una mujer que cuando no está donde está”.

Si por un lado la actriz sufría los ataques de los moralistas porque como mujer había roto con las normas morales que aquellos pretendían imponer a la sociedad, por otro lado como profesional de la escena se veía afectada también por las acusaciones de inmoralidad que pesaban sobre el oficio que desempeñaba. Hemos apuntado en varias ocasiones que cuando la actividad teatral se puso en marcha la situación debía de ser bastante permisiva ya que no existía una legislación sobre la actividad teatral hasta que el Estado tomó cartas en el asunto, reglamentando, y controlando, la profesión con diferentes ordenanzas. Así, no es de extrañar que la prohibición de representar mujeres en escena, de junio de 1586, respondiera a la exigencia por parte del Estado de poner un freno a la inmoralidad que la presencia de la mujer en la escena provocaba. De hecho, las acusaciones que los detractores del teatro esgrimían y seguirían esgrimiendo contra las actrices también después del decreto de 1587, es decir, cuando la presencia de la mujer en escena se había reglamentado y aceptado oficialmente, estaban fundamentalmente relacionadas con la promiscuidad y lujuria fuera del escenario que se les atribuía y con el hecho de su supuesto comportamiento lascivo en escena, que procedía de su manera indecorosa de moverse en el tablado, ocasionando escándalo con sus bailes licenciosos, sus meneos o sus hábitos indecentes, especialmente cuando representaban vestidas de hombre.  

Numerosas son las obras de los detractores del teatro, tanto teólogos como laicos, que en sus escritos reflejan la imagen de la actriz de la época como mujer promiscua y lujuriosa inducida, en ocasiones, por el mismo cónyuge a mantener relaciones extra-conyugales. Así Francisco de Quevedo satirizaba en un conocido pasaje de El Buscón un matrimonio de actores de aquel entonces, ella promiscua y él consentidor de la relación ilegítima de su esposa:

 

Topé en el paraje una compañía de farsantes que iban a Toledo; llevaban tres carros, y quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío en el estudio de Alcalá […]. Al fin me hizo amistad […] de alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos. Íbamos barajados hombres y mujeres, y una entre ellas, gran bailarina (que también hacía las reinas y papeles graves en las comedias), me pareció estraña sabandija. Acertó a estar su marido a mi lado; y yo, sin pensar con quien hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele: “Suplico a v. m. me diga: a esta mujer, ¿por qué orden la podríamos hablar para gastar con su merced unos veinte o treinta escudos, que me ha parecido hermosa?” Díjome el buen hombre: “No me está a mí bien el decirlo, porque soy su marido, ni tratar de eso; pero sin pasión (que no me mueve ninguna), se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no las tiene el suelo, ni tan juguetoncita”; y en diciendo esto saltó del carro y fuése al otro, según pareció, por darme lugar porque hablase. Cayóme en gracia la respuesta del hombre, y eché de ver que éstos son de los que dijera algún bellaco que, torciendo la sentencia a mal fin, cumplen el precepto de San Pablo de tener mujeres como si no las tuviesen. Yo gocé de la ocasión, háblela y preguntóme que dónde iba, y algo de mi vida. En fin, tras muchas palabras, dejamos concertadas para Toledo las obras.

 

También Andrés Rey de Artieda se haría eco de algunas de las murmuraciones generadas en torno a los cómicos:

 

Murmuran deste género de gente

(digo de los actores que recitan)

muchos que en este mundo están a diente.

Dicen que como todos juntos cohabitan,

los solteros emprenden las casadas

que sus maridos propios facilitan.

 

Si es cierto que algunas de estas opiniones reflejan una visión tópica, también es cierto que existen testimonios de la época que dejan constancia de relaciones ilícitas protagonizadas por actrices, que sus maridos y padres toleraban o promovían en función del beneficio que de ellas podían recibir. Es el caso de la actriz Quiteria Casasus que había sido inducida por sus padres a mantener una relación con el conde de Puñoenrostro, motivo por el cual no “hacía vida con su marido”. Sin embargo, en este caso, el escándalo que esta relación generó indujo a la justicia a actuar y el 11 de agosto de 1626 llevaron preso en Madrid al Conde “y a los padres de la moza, que eran los alcahuetes, los azotaron y encorozaron”.

Entre los religiosos que consideraban a las actrices como prostitutas recordamos al Padre jesuita Pedro de Rivadeneira, el cual afirmaba que: “las mujercillas que representan comúnmente son hermosas, lascivas y que han vendido su honestidad, y con los meneos y gestos de todo el cuerpo y con la voz blanca y suave, con el vestido y gala, á manera de sirenas encantan y trasforman los hombres en bestias, y les dan tanto mayor ocasión de perderse, cuanto ellas son más perdidas y por andar vagueando de pueblo en pueblo menos se echa de ver su perdición”.

Así lo afirmaba también el padre Pedro de Fonseca dibujando la seducción a la que inducía el cuerpo de la actriz sobre los escenarios: “Para tal oficio [los actores] no buscan sino a las [mujeres] de mejor parecer y más desenvueltas, y que tengan más modo y arte para atraer los hombres, así con sus modos de hablar como sus gestos y meneos, y después que les enseñan a perder todo encogimiento, respeto y vergüenza, las meten en los teatros tales cuales ya ellas entonces pueden estar tan enseñadas y amaestradas”.

De ahí que sobre todo en las ordenanzas de teatro se insistiera constantemente en que las mujeres representaran con cierto decoro, sobre todo cuando bailaran. Y si ya en el Reglamento de 1608 hubo un intento de control a través de la censura, en el de 1615 se volvía a establecer, así como en 1641, que los bailes y cantares y, en general, las representaciones ofrecidas fueran decentes y honestas:

 

Que [las mujeres] no representan cosas, bailes, ni cantares, ni meneos lasciuos, ni deshonestos, o de mal exemplo, sino que sean conforme a las danças y bailes antiguos, y se dan por prohibidos todos los bailes de Escarramanes, Chaconas, çarauandas, carreterias, y qualesquier otros semejantes a estos: de los quales se ordena, que los tales Autores y personas que truxeren en sus compañias no vsen en manera alguna, so las penas que adelante iràn declaradas, y no inuenten otros de nueuo semejantes, con diferentes nombres. Y qualesquier que huuieren de cantar y bailar, sea con aprouacion de la persona del señor del Consejo a cuyo cargo estuuiere el hazer cumplir lo susosdicho. El qual ha de tener particular cuenta y cuidado, de no consentir que se hagan los dichos bailes, y que sin su aprouacion no se haga ninguno, aunque sea de los licitos.

 

La lascivia e inmoralidad atribuida a la actriz en el escenario no sólo se debía a los deshonestos movimientos de su cuerpo, sino también a los adornos, los “afeites” y el “maquillaje”, igualmente objetos de condena moral, ya que los usaban “no para que no las conozcan, sino para que sean más conocidas, y no para conservar la vergüenza, sino para perderla más, si más la pueden perder”, a lo que contribuía el tocado y la forma de componer el cabello que las ordenanzas dictaban que fuera llevado con compostura.

Al ser el cuerpo el medio del que dispuso mayormente la actriz para tomar la palabra y romper con los cánones que le habían sido impuestos como mujer, fue el objetivo mayoritariamente atacado por los detractores de la comedia. Y no podía ser de otra forma, en una época, como la barroca, en la que, como indica Rodríguez Cuadros, la cultura de lo corporal era “un objeto teológica y ontológicamente rechazado”, motivo por el que el cuerpo femenino, fuente de seducción sobre los escenarios, debía necesariamente estar expuesto a la condena misógina, algo que no sorprende si consideramos el desconocimiento de la anatomía femenina que aún se tenía en el siglo XVII, imputable, en parte, a su cuestionamiento ético, al que se unía la pervivencia de ideas peregrinas y tópicos.[6]

Así que todavía en 1682, cuando la presencia de la actriz en escena debía haber sido más aceptada, su cuerpo en escena seguía siendo objeto de condena. El texto de ese año del Padre Agustín Herrera, defensor de la comedia, es un claro ejemplo de las contradicciones que, durante el siglo XVII, acompañaban las representaciones teatrales y sus protagonistas, condenados por las mismas razones por las que a veces eran salvados o aclamados:

 

En las comedias todas de los públicos teatros que son la materia de disputa, representan mugeres que suelen ser de pocos años, de no mal parecer, profanamente vestidas, esquisitamente adornadas con todos los esfuerzos del arte de agradar, haciendo ostentación del aire, del garbo, de la gala de la voz, representando y cantando amorosos, halagüenos y afectuosos sentimientos; y en los bailes y sainetes pasándose a más licenciosos y aún desenvueltos desahogos. Son mugeres en quien el donaire es oficio, el encogimiento culpa, el desahogo primor, el agradar logro y la modestia inhabilidad. La profesión, al paso que las infama, las facilita, porque el mismo empleo que las saca a la publicidad del teatro a hacer ostentación de todo lo atráctivo, sin demasiada temeridad persuade no será honradísima en el resistir la que tiene con deshonra el oficio de agradar.

 

La presencia en el escenario de una actriz vestida de hombre fomentaba aún más, si cabe, el escándalo. Si muchas habían sido las pragmáticas que, ya con respecto al traje en escena, prohibían a las mujeres salir al escenario de forma obscena descubriendo lo que no se debía, el cuerpo de la actriz seguía siendo objeto de condena si estaba tapado con vestidos ceñidos que lo sugerían, como cuando la actriz se disfrazaba de varón.

Exigido por los papeles que representaba, el disfraz varonil fue sin duda uno de los atractivos más importantes de las representaciones teatrales tanto en las piezas breves, en las que provocaba la hilaridad del auditorio, como en las comedias en las que comportaba una fuerte dosis de erotismo, especialmente ante el público masculino. El otro atractivo que ejercía la mujer vestida de hombre en el escenario era el que indudablemente operaba sobre las mujeres de la cazuela. La mujer que en la comedia se disfrazaba de hombre para alcanzar sus objetivos, representaba para el público femenino de la cazuela su alter ego con el que se identificaba, ya que realizaba, en la ficción teatral, aquellas “otras” posibilidades de vida que en la realidad de facto les eran negadas a las mujeres.[7] Por este mismo motivo muchas de las dramaturgas de la época, de cuyas obras tenemos constancia, al escribir obras teatrales prefirieron las comedias al drama serio porque, según Ferrer Valls, “la comedia, por sus características genéricas, les permitía situar en el centro de la acción personajes femeninos en situaciones más permisivas que el drama” y dentro de algunas de estas comedias el recurso tópico del disfraz varonil fue muy utilizado.

Aunque sólo en la ficción la mujer vistiéndose de hombre usurpaba la personalidad varonil, e invertía el orden social establecido en la realidad, este motivo junto con la componente erótica que el disfraz varonil conllevaba, fueron razones suficientes para que este último fuera condenado por los moralistas y prohibido por las ordenanzas teatrales. Sin embargo, la prohibición impuesta desde la normativa no siempre tuvo su correlativo en la práctica, como explica Catalina Buezo: “Frente a la comedia y a la tragedia, en el teatro breve se toleraba la entrada en escena de la mujer vestida de varón, que no subvertía los límites de unos géneros vinculados a festividades públicas de raigambre carnavalesca donde sí eran posibles inversiones sexuales en el vestido, desenfrenos en la comida y en la bebida, etc.”.

Muestra de ello es el caso de Teresa de Robles, actriz especializada en el papel de alcalde burlesco en las mojigangas dramáticas o de otras actrices que también gustaron del disfraz varonil. Entre ellas cabe recordar también a Micaela Fernández, a Josefa Vaca, a María (de) Navas, y a las ya citadas Bárbara Coronel y Francisca Baltasara. Ésta consiguió su mayor éxito en la escena sobre todo “vestida de hombre, montando a caballo, haciendo de valiente en retos y desafíos”.   

En cuanto a su modo de vida, las actrices fueron acusadas de ser promiscuas, lujuriosas, demasiado sensibles a las joyas y a los presentes que recibían de los poderosos que de ellas se encaprichaban y a los que ellas solían ceder convirtiéndose en sus amantes. Muchas son las fuentes contemporáneas que recogen noticias de actrices que eran retiradas del teatro por nobles. Escribía al respecto el anónimo autor de los Diálogos de las comedias:

 

He visto tantos caballeros y señores perdidos por estas mugercillas comediantas: uno que se va con una; otro que lleva á otra á sus lugares, uno que les da las galas y trata como á reina; otro que la pone casa y estrado y gasta con ella, aunque no quite de su muger e hijos […]; otro que con publicidad celebró en iglesia pública el baptizo de un hijo de una destas farsantas colgando la iglesia y haciendo un excesivo gasto con música de capilla y convite. No hay compañías destas que no lleve consigo cebados de a desenvoltura muchos destos grandes peces ó cuervos que se van tras la carne muerta.

 

El mismo Luis de Góngora se hizo eco con sus sonetos de la codicia de algunas actrices a daño de los caballeros que las pretendían, como el destinado a la actriz Isabel de la Paz:

 

De humildes padres hija, en pobres paños

envuelta, se crió para criada

de la más que bellísima Hurtada,

do aprendió su provecho y nuestros daños.

 

De pajes fue orinal, y de picaños,

hasta que, por barata y por taimada,

un caballero de la verde espada

la puso casa, y la sirvió dos años.

 

Tulló a un Duque, y a cuatros mercadantes

más pobres los dejaron que el Decreto

sus ojos dulces, sus desdenes agros.

 

Esta es, lector, la vida y los milagros

de Isabel de la Paz. Sea mi soneto

báculo a ciegos, Norte a navegantes.

 

Mme. D’Aulnoy, a su vez, hacía referencia al poder que las actrices ejercían sobre sus ricos amantes, con estas palabras:

 

En esta Corte las comediantas son verdaderamente adoradas, casi todas entretienen la pasión de algún personaje, dando lugar a riñas y desafíos, donde algunos caballeros han perdido la vida. Y no sé lo que tendrán de atractivo tales mujeres; pero son la peor facha del mundo y derrochando de una manera estupenda, saben aprisionar de tal modo a sus amantes, que más bien dejarían morir éstos de miseria a toda su familia que ver a su pedigüeña comedianta con deseo mal satisfecho.

 

Abundan los casos documentados acerca de actrices que fueron amantes de poderosos. Cuando el anónimo teólogo de los Diálogos de las comedias afirmaba que alguno de estos señores hasta “celebró en iglesia pública el baptizo de un hijo de estas farsantas”, nos viene inmediatamente a la memoria la relación entre Lope de Vega y la actriz Micaela (de) Luján. Como es sabido, Lope tuvo muchos hijos con esta actriz, entre ellos a Marcela y Lope Félix (Lopito), sus predilectos. Este último fue bautizado en la madrileña iglesia de San Sebastián en 1607, fecha en la que Lope, casado por aquel entonces con Doña Juana de Guardo, dejaba que el hijo tenido con su amante Camila Lucinda tuviera por madrina a Jerónima de Burgos, la actriz que al cabo de unos años se convertiría en otra de sus pretendidas a la vez que fue requerida por su mecenas, el duque de Sessa.  

El mismo autor de los Diálogos de las comedias recordaba la locura de ciertos señores por algunas actrices: “Oimos decir que el otro señor salió desterrado por la otra, Amarilis [María de Córdoba]; otro por la otra Maritardía [María Tardía] ó Maricandado [María (de) Candado], que le dieron un faldellín que costó mil ducados, un vestido que costó dos mil, una joya de diamantes rica, y todo esto se escribe y gacetea en otros reinos y se pierde mucha honra y aun se desacredita la cristianidad”.

Asimismo era conocido el episodio que veía protagonista al tercer duque de Osuna, don Pedro Téllez Girón que en 1592, cuando contaba dieciocho años, quiso agasajar a la actriz Mariana de Velasco, pero no disponiendo del dinero necesario para el obsequio, obligó a los mayordomos de su padre a firmar una escritura de obligación con la actriz por el importe de 1.000 ducados. Sucesivamente, el mismo duque tuvo por amante a la actriz Juana de Villalba.

En muchas ocasiones las actrices eran pretendidas por varios amantes a la vez. Éste fue el caso de la actriz Josefa Vaca, esposa del autor Juan de Morales Morales, cuya vida privada escandalosa dio lugar a muchos epigramas e invectivas. Sus principales cortejadores eran todos hombres relevantes de la corte (entre ellos el marqués de Villanueva, el conde de Villaflor, el duque de Peñafiel, don Gómez Suárez de Figueroa, tercer duque de Feria, don Ruy Gómez de Silva y Mendoza, tercer duque de Pastrana, don Juan Alonso Enríquez de Cabrera, quinto duque de Medina de Ríoseco, así como don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares), como pone de manifiesto el soneto “A Josefa Vaca, comedianta” que don Juan de Tassis, conde de Villamediana, escribió sobre la actriz:

 

Oye, Josefa, a quien tu bien desea,

que es Villa-nueva aquesta vida humana,

y a Villa-flor se pasará mañana,

que es flor que al sol que mira lisonjea.

 

Más hace Peña-fiel al que desea,

si en ferias te da Feria ya Pastrana,

que anda el diablo suelto en Cantillana

y en barca rota tu caudal se emplea.

 

Que es Rio-seco aquesta corte loca;

que lleva agua salobre ya Saldaña;

que pica el gusto y el amor provoca;

 

que a tu marido el tiempo desengaña.

que mucha presunción con edad poca

al valor miente y al amor engaña.

 

Que hallarás, si plantares,

fáciles Alcañices, no Olivares.[8]

 

Si el conde de Villamediana recordaba la lujuria de la actriz en éste y otros sonetos, como el titulado “A Josefa Vaca, reprendiéndola su marido”, a la infidelidad conyugal de la actriz asimismo aludió en varias ocasiones Lope en su epistolario, Quevedo en el soneto titulado “Diálogo entre Morales y Jusepa, que había sido honrada cuando moza y vieja dio en mala mujer” y Góngora que en el soneto titulado “A Jusepa Vaca, farsanta”, de este modo ridiculizaba a la actriz:  

 

Si por virtud, Jusepa, no mancharas

el tálamo consorte del marido,

otra Porcia de Bruto hubieras sido,

que sin comer sus brasas retrataras.

 

Mas no es virtud el miedo en que reparas,

por la falta que encubre tu vestido;

pues yo sé que sin ella fueras Dido

que a tu Siqueo en vida disfamaras.

 

No llames castidad la que forzada

hipócrita virtud se representa,

saliendo con su capa disfrazada.

 

Jusepa, no eres casta; que si alienta

contraria fuerza a tu virtud cansada,

es vicio la virtud cuando es violenta.

 

Otras veces las actrices mantenían verdaderas relaciones duraderas con sus pretendientes, convirtiéndose en sus favoritas y adquiriendo el status de verdaderas “damas cortesanas”, es decir, concubinas de estos representantes influyentes de la corte. El caso más emblemático es el de la relación que la actriz conocida como la Calderona mantuvo con el rey Felipe IV y de la que nació don Juan de Austria.[9] A través de los relatos más o menos fiables de los viajeros, se conocen bastantes datos sobre esta relación. Entre los que recordaron a los personajes de la corte de la época y su manera de vivir y divertirse, aunque a veces de forma novelesca, destacó la condesa D’Aulnoy, la cual recuerda en sus escritos también la historia de amor de la Calderona. Sin embargo, Mme. D’Aulnoy, a diferencia de los biógrafos de la actriz que recogieron únicamente la relación que la cómica tuvo con el monarca, refiere también la relación que la misma mantuvo con el duque de Medina antes y durante su relación con el rey. Así lo cuenta esta viajera privilegiada:  

 

Supongo, señora, que no os enfadareis si tomo las cosas desde su raíz y os digo que este príncipe [don Juan de Austria] era hijo de una de las muchachas más bellas que ha habido en España, llamada María Calderona [sic]. Era una comedianta y el duque de Medina de las Torres se enamoró de ella perdidamente. Este caballero tenía tantas ventajas por encima de los demás, que la Calderona no le amó menos que él a ella. En medio de esta relación, Felipe IV la vio y la prefirió a una joven de calidad que era la dama de la reina, y quien quedó tan despachada de este cambio del rey, que ella amaba de buena fe y del que había tenido un hijo, que se retiró a las Descalzas Reales, donde tomó el hábito de religiosa. Para la Calderona, como toda su inclinación se dirigía al duque de Medina no quiso escucharle al rey antes de saber si el duque consentía en ello. Le habló secretamente del asunto y le ofreció retirarse al lugar que a él le pareciera bien, pero el duque temió incurrir en la desgracia del rey, que él no podía disputarle. Ella le hizo mil reproches, le llamó traidor a su amor, ingrato hacia su amante, e incluso le dijo que si era tan feliz como para disponer de su corazón a su antojo, ella no estaba en las mismas circunstancias, y que era preciso que siguiera viéndola o que se preparara a verla morir de desesperación. El duque, afectado por una gran pasión, le prometió que fingiera un viaje a Andalucía y permaneciera en su compañía, escondido en su cámara. Efectivamente salió de la corte y fue a encerrarse en casa de ella a continuación como estaba convenido, a pesar del riesgo que correría a causa de una conducta tan imprudente. El Rey, sin embargo, estaba sumamente enamorado y sumamente satisfecho. Por aquel tiempo, dio a la luz a don Juan de Austria y el parecido que tenía con el duque de Medina de las Torres produjo la impresión de que podía ser hijo suyo…[10]

 

Hemos recordado esta relación no sólo porque la Calderona fue la favorita del poderoso entre los poderosos, sino porque esta relación, según María Helena Sánchez Ortega, fue una de las pocas que tuvieron algún significado sentimental en la vida del rey, hasta el punto de que éste sintió la necesidad de legitimar al hijo que tuvo con la actriz, el único que legitimó de los habidos de sus relaciones extra-matrimoniales, a pesar de los insistentes comentarios de los cortesanos que lo creían hijo de su rival sentimental, el duque de Medina de las Torres.

Si algunas actrices mantenían más de una relación sentimental a la vez, como hemos visto en el caso de la Calderona o en el caso de Josefa Vaca, en otros casos eran concubinas de uno solo de los personajes relevantes de la corte, aunque eran muchos los que las pretendían al mismo tiempo. Un caso significativo, en este sentido, es el de la actriz Antonia de Ribera, cuya historia de amor, recogida por Benedetto Croce, se desarrolla en la Italia de los años 1632-35, fecha en la que gobernaba como virrey de Nápoles el conde de Monterrey. En estos años la actriz era amante de Pompeo Colonna, príncipe de Gallicano, cuando se enamoró de ella el virrey el cual, con el pretexto de satisfacer a la mujer del príncipe, le prohibió a éste que volviera a verse con la actriz, bajo pena de 10.000 ducados, al mismo tiempo que intentaba convencer a la actriz de que se dejase sorprender in fraganti con el príncipe, de manera que la cómica y el virrey se repartiesen el producto de la multa. Sin embargo, Antonia de Ribera amaba al príncipe y, fiel a este amor y disfrazada de hombre, huyó con él hasta Livorno en donde encontraron refugio. El virrey los hizo seguir y al final, por mediación del gran duque de Toscana, consiguió que se separasen. Pero la actriz no aceptó regresar a Nápoles, y para no caer entre los brazos del virrey y traicionar de esta forma a su amante, prefirió hacerse monja, tomando los votos en abril de 1636.

El caso de la actriz Antonia de Ribera recuerda a aquellas actrices a las que se las separaba de sus maridos a la fuerza para satisfacer la voluntad de los poderosos que las pretendían. Tal fue el caso de la actriz Bernarda Ramírez que en 1637 fue raptada por el duque de San Pedro y llevada a las ciudades italianas de Benevento y Nápoles en donde el duque la tuvo en su poder durante más de tres años. También fueron víctimas de la fuerza de poderosos, la actriz Isabel de Andriago, la cual “saliendo de Seuilla para Cordoua la robo con violenzia en el camino don Francisco Tello, vn cauallero de Seuilla, y la tubo en su poder mucho tiempo y acauo sus dias en un combento” y María de León que a los pocos días de casarse con el actor Alonso de Olmedo, fue raptada por el almirante de Castilla cuando salía de la casa de comedias y “dando Alonso muchas muestras de sentimiento no la boluio a ver mas”. Jerónimo de Barrionuevo que en sus Avisos (1654-1658) nos ofrece detalles interesantes de la escandalosa vida de la corte protagonizada a veces por las actrices, recoge también casos significativos de los abusos cometidos por algunos poderosos los cuales, haciendo uso del poder y de la “inmunidad” que les confería su estado, obtenían los favores de alguna actriz. Entre los casos por él recogidos, recordamos el de Isabel de Gálvez, mencionado en un Aviso de 1657:

 

Estaban el Marqués de Almazán y conde de Monterrey juntos viendo una comedia. Antojóseles una comedianta muy bizarra que representaba muy bien y con lindas galas. Asieron de ella sus criados, y así como estaba, la metieron en un coche que picó, llevándosela como el ánima del sastre suelen los diablos llevarse. Siguióla su marido [Francisco García, el Pupilo] dando, sin por qué, muestras de honrado, y con él un alcalde de corte que se halló al robo de Elena. No se la volvieron, aunque los alcanzaron, hasta echarle a la olla las especias. Mandólos el rey prender. Todo se hará noche; contentarán al marido, con qué habrá de callar y acomodarse al tiempo, como hacen todos, supuesto que se la vuelven buena y sana, sin faltarle pierna ni brazo, y contenta como una Pascua. Llámase la tal la Gálvez.

 

Las actrices que con violencia eran raptadas y de las que los poderosos abusaban, así como aquéllas que deliberadamente decidían convertirse en sus amantes, pasaban a adquirir el status de concubina del noble que las pretendía, algo que probablemente, aunque no sin escándalo, la sociedad solía asumir mucho mejor que otras relaciones extra-conyugales, puesto que sus protagonistas masculinos pertenecían a las clases elevadas, cuyas licencias sexuales eran generalmente más justificadas. De hecho, en la época las relaciones amorosas fuera del matrimonio podían ser consideradas como delictivas, ya que se entendían como relaciones adúlteras, sobre todo si eran el fruto de un delito sexual. Tal eran considerados el rapto y los abusos deshonestos. Generalmente cuando se verificaban estos tipos de delitos sexuales y se presentaba una denuncia sobre estas materias, a nivel legal se procuraba aplicar, de ser posible, y según indica Vicente Graullera Sanz, una solución como el matrimonio o la constitución de una dote, en caso de que la mujer en cuestión no estuviese casada, lo que compensaba, aunque sólo económicamente, la pérdida de su virginidad, uno de los bienes más preciados de una doncella y uno de los más valorados en la sociedad de la época.

Sin embargo, el hecho de que el violador fuera un poderoso hacía probable que el delito ni siquiera fuese denunciado, sobre todo cuando estas mujeres, aunque ya estuvieran casadas, decidían acomodarse a la vida que éstos les ofrecían, lo cual las convertía en sus concubinas, situación que si no era llevada con escándalo, que era lo que en realidad se condenaba, era tolerada por la sociedad, puesto que, como bien resume José Deleito y Piñuela, “el buen pueblo español era indulgente con las debilidades de señores y poderosos”. Resulta significativo en este sentido el caso de la actriz Quiteria Casasus, la cual mantenía una relación con el conde de Puñoenrostro. Aunque el conde era uno de los personajes en vista de la época, sin embargo la relación que mantenía con la actriz no era nada discreta, lo que determinó que el 11 de agosto de 1626 la justicia actuara poniendo remedio y le llevara preso en Madrid “por el escándalo que daba” con la actriz “por lo cual no hacía vida con su marido”. Cabe señalar, sin embargo, que las penas aplicadas por delitos sexuales eran peores en el caso de las mujeres. Éstas podían ser desterradas o encarcelas por las justicias eclesiásticas o seculares, a diferencia de sus amantes. Además, los delitos contra el orden moral sexual colectivo que atacaban la moralidad y buenas costumbres como bien jurídico que corresponde a toda la sociedad, se sancionaban con distintas penas en virtud de la condición social a la que pertenecía el violador y, sobre todo, su víctima, ya que en los siglos XVI-XVII, así como en la Edad Media, la honestidad de una mujer se consideraba en relación a su condición social.

La condena o la consideración de los actores como gente inmoral duraron en la sociedad española durante todo el siglo XVII. Prueba de ello es el afán con el que en la Genealogía se subraya el origen y procedencia de éste o aquel actor (especialmente si procedían de un ámbito acomodado o si eran “hijos de la comedia”) o si se distinguió por su vida ejemplar, todos indicios que revelan cómo entre 1700 y 1721, fechas en las que pudo ser redactada esta obra, el oficio teatral aún no estaba bien considerado.

Es cierto que muchos actores fueron admirados y celebrados por sus buenas actuaciones, pero también es cierto, como afirma Maria Grazia Profeti que, en ocasiones, dichos elogios eran funcionales a los que los hacían. Si, de hecho, algunos importantes autores contemporáneos celebraron en sus obras a determinados actores-autores, también es cierto, que en realidad los elogios procedentes de dichos dramaturgos eran el fruto de su personal interés. En el caso de Lope en particular, la hispanista italiana subraya cómo algunos de sus elogios a los actores-autores estaban relacionados con sus propios intereses como dramaturgo, así como aquéllos presentes en El peregrino en su patria (1604), la obra del Fénix en la que los halagos son más numerosos e institucionalizados y cuya presencia, forma parte de “una strategia indirizzata dal commediografo alla pubblicazione diretta dei suoi testi teatrali, fin allora ‘possesso’ dei capocomici, che è quindi interessato a blandire”.  

El propio Lope es un claro ejemplo de la actitud bipolar que la sociedad de la época tenía hacia la profesión teatral. Hombre cercano al mundo teatral, Lope era a la vez “dueño y vasallo” de los actores para los que escribía sus piezas. La relación y los intereses entre el dramaturgo y los actores eran mutuos: gracias a los actores Lope pudo escribir determinadas piezas y gracias a estas piezas algunos autores y actores adquirieron la fama. Pensemos, sin ir más lejos, en la cantidad de piezas que Lope escribió para Baltasar de Pinedo, piezas en las que representaba el propio hijo del autor, el pequeño Juan.

Esta relación mutua a menudo se convertía en chantaje. De hecho, si Lope era amante de algunas actrices, al mismo tiempo era el dramaturgo de los autores en cuyas compañías éstas representaban. Relaciones privadas y laborales que era difícil separar y que otorgaban beneficios a las partes implicadas. Así Micaela (de) Luján, Jerónima de Burgos, Lucía (de) Salcedo fueron todas actrices y amantes de Lope mientras que su pluma llenaba a la vez las carteleras y los repertorios de las agrupaciones respectivamente de Alonso de Riquelme, Pedro de Valdés y Hernán Sánchez de Vargas, es decir, de los autores de comedias en cuyas compañías estas actrices trabajaban. Sin olvidar a Elena Osorio que aunque no actriz, fue amante de Lope y fue hija del afamado autor Jerónimo Velázquez, para cuya compañía Lope igualmente escribió piezas mientras duró la relación con su hija. Sin embargo, esto no quería decir que en sus relaciones con los actores Lope se dejase guiar sólo por intereses personales. Admiraba y demostraba por escrito su admiración por determinados actores y actrices como grandes profesionales de la escena. Fue él quien, en una carta de 1633, elogiaba a la actriz María (de) Riquelme como “singular en los afectos, por camino que no imita de nadie, ni aun se podrá hallar quien la imite”. La voz de Lope no fue la única en la época en celebrar a esta actriz como una de las grandes protagonistas teatrales de su tiempo a la que se aludía como “Fénix de la Representación española, tan única que sólo ella entre los de su tiempo mereció este nombre”, como se recordaría en la misa de su entierro. Fue la misma pluma del Fénix la que compuso aquel conmovedor soneto dedicado a una actriz fallecida, de la que celebraba sus virtudes escénicas:

 

Yacen en este mármol la blandura,

la tierna voz, la enamorada ira,

que vistió de verdades la mentira

en toda acción de personal figura;

la grave del coturno compostura,

que ya de celos, ya de amor suspira,

y con donaire, que, imitando, admira

del tosco traje la licencia pura.

Fingió toda figura de tal suerte,

que, muriéndose, apenas fue creída

en los singultos de su trance fuerte.

Porque como tan bien fingió en la vida,

lo mismo imaginaron en la muerte,

porque aun la muerte pareció fingida. 

 

Sin embargo, Lope era un hombre de su tiempo y, por tanto, si por un lado celebraba a determinados actores y actrices, siendo incluso amante de algunas de ellas, por otro lado su voz y pluma servían también para condenarlas como lascivas y promiscuas, revelándose, pues, perfecto ejemplo de la contradicción de la sociedad de aquel entonces en la que cada uno de sus miembros podía llegar a “aborrecer” o a “amar” a las mismas personas con igual intensidad. Así que no nos sorprende el Fénix cuando en 1628 escribió de la que fue su amante Jerónima de Burgos y de su marido Pedro de Valdés, las siguientes palabras:

 

El háuito de la bendita Geronima no es exemplo de la Fortuna, sino de la comedia; y la zeniza que ahora trahe, del oro quemado de sus vestidos; pensando estoy lo que pareciera aquella nariz sobre picote y aquella panza con escapulario. Vi una vez dos locos, que el uno texia vna estera, y el otro se la yba desaziendo. Assí fueron Geronima y su marido, pues cuanto ella adquiria con los prinçipes, perdia él con los tahures. Consolarse debe con que le ha quedado sana la campanilla, después de tantos badaxos; que con menos golpes se les ha caydo a otras hasta la torre ençima. El dia del juiçio dizen que seremos todos de treynta y tres años. Dios nos los dexe con salud, para que siquiera nos acordemos de lo que fuimos…

 

En esta carta Lope sintetizaba todos los prejuicios morales que un hombre de su tiempo podía tener hacia los actores, ya que describía a Jerónima de Burgos y a su marido según los tópicos con los que se consideraba y condenaba a los representantes de la escena. Ella era lasciva y promiscua (“Consolarse debe con que le ha quedado sana la campanilla, después de tantos badaxos”) y había vivido de aquel lujo (“el oro de sus vestidos”) adquirido con los “príncipes”, es decir, gracias a las relaciones extra-conyugales, relaciones consentidas por su marido, el cual a su vez gracias a ellas había podido “perder con los tahures”.   

Sin embargo, y a pesar de la consideración negativa que a veces pesaba sobre las actrices, su presencia se vio legitimada en los escenarios, aunque, sobre todo en razón de su intervención en los autos sacramentales, muchas veces sus defensores debieron justificar su presencia insistiendo sobre la conversión de sus vidas. De esta forma, los casos de las actrices cuyas vidas se convertían en ejemplares, no sólo quitaban validez a los argumentos de los enemigos del teatro, sino que sus vidas eran pruebas de que la aparición de la mujer en los tablados del Corpus no constituía en absoluto un mal ejemplo, razón por la que las actrices podían representar en estas ocasiones. Con este reconocimiento oficial de la participación de la mujer en el escenario del Siglo de Oro quedaban también confirmadas implícitamente, como apunta Oehrlein, las posibles debilidades morales de los actores varones, cuyas vidas, en más de una ocasión, también se ofrecían como exemplum de arrepentimiento. Éste fue el caso de Antonio de Acevedo Fajardo que fue poeta dramático, actor y apuntador, el cual, después de haberse dedicado al teatro durante un tiempo, decidió entregarse a la vida religiosa, retirándose a una ermita de Carcagente. Otro ejemplo es el del actor Sebastián de Prado que dejó el teatro para tomar el hábito, siendo muy estimado “de todas las señoras y señores de la Corte por su gran discrepcion y buenos prozederes y aun estando en el siglo fue hombre de buenas costumbres, casto y deboto, ayunando todas las visperas de Nuestra Señora a pan y agua […] y después de algunos años de viudo entro en la religion de los clerigos menores en el Convento del Spiritu Santo de Madrid, hauiendoles dado a la religion muchas cantidades”.

Sin embargo cabe preguntarse, según hace el mismo Oehrlein, si la actividad de los actores era sólo tolerada por las instancias competentes del Estado, Ciudad o Iglesia, en parte por razones de provecho propio, o si estas personalidades y gremios no habían transformado su convencimiento de que era necesaria la existencia de un estamento profesional en una influencia sistemática sobre la institución, mediante la cual se pudiera vigilar el comportamiento moral del actor, elevar el prestigio del estamento profesional en la sociedad y proteger a los actores de los ataques de los enemigos del teatro.

La aceptación de la fundación de la Cofradía de Nuestra Señora de la Novena, cuyas “Constituciones” se aprobaron definitivamente en 1634 y cuyos fines fueron fundamentalmente de carácter religioso-social, respondía, de hecho, por un lado a la intención por parte del Estado de controlar a los actores, pero por otro lado, respondía a la necesidad que sintieron algunos prestigiosos autores de comedias, encabezados por Andrés de la Vega, de fundar una asociación en la que reconocerse y con la que dignificar su profesión.

En la “Introducción” a las “Constituciones” se dejaban claros no sólo los fines de la hermandad, sino también los objetivos que los actores querían alcanzar con ella. En primer lugar el reconocimiento del gremio profesional y con él el prestigio de la gente que lo formaba y formaba parte de la asociación, haciendo claramente constar que “personas de ciertas cualidades” podían fundarla y ser admitidas en ella. Además, el hecho de que la Cofradía estuviera vinculada a la Virgen de la Novena, al culto mariano, y la referencia explícita a la función caritativa del ejercicio teatral, ponía la Cofradía al servicio de la Iglesia católica librando automáticamente a sus miembros de la sospecha de apostasía y escándalo, lo que permitió a los actores revalorizarse moralmente. Como es obvio la Iglesia obtuvo de esto sus beneficios: usar el actorado para transmitir su mensaje evangelizador, además de poder controlar un grupo profesional que no tenía una posición fija en la sociedad estamentalmente constituida.

El hecho de que en la Cofradía pudiesen entrar únicamente actores (“no pueda hauer en toda España Representante ni autor que no sea Cofrade, ni Cofrade que no sea o haya sido autor o Representante”), como se hacía explicito al fundarse la hermandad, no sólo determinó que ésta se convirtiera en una asociación en la que la gente que hacía teatro se reconociera, con su imagen y estandartes, sino que entre los actores admitidos se generara un sentimiento de grupo y cohesión. Lo aquí interesa destacar es que si bien es cierto que también podían ser admitidos como cofrades aquellos actores “que no estuvieran con Autor fijo y representasen en fiestas y octavas de Madrid y su contorno”, a estos se les consideraría como actores “de la legua”, es decir, de menor categoría. En este sentido creemos que la Cofradía de la Novena creó un sentimiento de élite entre sus representantes que tenían título, es decir, entre los oficialmente autorizados como, en parte, ya había apuntado el mismo Oehrlein, el cual, además, afirmaba que la hermandad no era una asociación democrática ya que si bien es cierto que los mozos y guardarropas podían inscribirse, no tenían, sin embargo derecho de voto, ni podían desempeñar cargos como representantes de la hermandad.

Los autores que podían inscribirse en la Cofradía eran aquellos a los que, de hecho, se les había concedido oficialmente la licencia para representar y por ello debían presentar el “título de su Majestad” al secretario de la hermandad. El hecho de ser autor “de título” y el hecho de trabajar como actor en una compañía oficialmente admitida generó, por consiguiente, una élite entre los actores. Estos últimos eran los privilegiados que defendieron sus prerrogativas y posición ante los demás actores, los llamados “cómicos de la legua” que, en realidad, no poseían ninguna licencia ni privilegio alguno. Ya hemos citado anteriormente la clasificación de tipos de compañías que Rojas Villandrando hace en su Viaje entretenido a través del personaje de Solano, y está claro que, como explica Ferrer Valls, a pesar de la mención de múltiples tipos de formaciones, este autor hace una diferenciación clara entre la que llama “compañía” y todas las demás agrupaciones de las que hace mención. Con otros actores, Rojas Villandrando parece compartir un afán de honorabilidad al referirse a la “compañía”, ya que afirma que ésta está formada por “gente muy discreta, hombres muy estimados, personas bien nacidas y aun mujeres muy honradas (que donde hay mucho, es fuerza que haya de todo)”. En la España de aquel entonces dicha clasificación correspondía de hecho a dos categorías de agrupaciones: las compañías de título (o compañías reales), a las que el Consejo Real, a través del Protector, otorgaba el título oficial para representar y las compañías de la legua, es decir, aquéllas que, como ha visto Charles Davis, más que ser las que representaban alejadas una legua de las grandes ciudades, que eran los dominios de las compañías oficialmente reconocidas, eran agrupaciones de poca calidad que representaban en los pueblos, en los lugares pequeños, lo cual no quiere decir, que en un momento determinado no pudiesen representar en los corrales de comedias de Madrid.

Los autores de comedias recibían el título de Su Majestad presentando las listas de los miembros de sus agrupaciones por Pascua de Resurrección, es decir, después de Cuaresma, época en las que se formaban las compañías para el nuevo año teatral.[11]

Por la documentación conservada sabemos que el número de compañías admitidas era de seis a fines de 1598, fecha en la que se levantó la prohibición de representar comedias por la muerte de Felipe II, ocho en 1603 (y cuyos nombres de autores se indicaban claramente siendo los de Gaspar de Porres, Nicolás de los Ríos, Baltasar de Pinedo, Melchor de León, Antonio Granados, Diego López de Alcaraz, Antonio de Villegas y Juan de Morales), y doce en 1615 (los autores eran Alonso Riquelme, Fernán Sánchez, Tomás Fernández, Pedro de Valdés, Diego López de Alcaraz, Pedro Cebrián, Pedro Llorente, Juan de Morales, Juan Acacio, Antonio Granados, Alonso de Heredia y Andrés Claramonte), y en 1641. En 1644 el número de compañías autorizadas volvió a reducirse, pasando de doce a ocho, algo que parece haberse decidido en la “Consulta del Consejo de Castilla” de ese año en la que se hacía explícita mención de que “las Compañias fuesen seis, ú ocho, y que se prohibiesen las llamadas de la legua, en que andaba gente perdida en los lugares cortos”, consulta que a su vez debió de incidir y determinar la introducción, en ese mismo año, de otra Reforma de las leyes a las que alude el propio Casiano Pellicer en sus Avisos históricos, cuando refiriéndose al 1 de marzo de 1644 afirma que: “en lo que más se habla ahora en Madrid es las leyes que se han puesto á comedias y á comediantes. Hanse hecho á instancia de D. Antonio Contreras, del Consejo Real de Castilla y Cámara”.

A pesar de los decretos que establecían el número oficial de compañías autorizadas a representar, parece que en la práctica el número de las compañías que circulaban por España no se redujo a las autorizadas, y prueba de ello es que en 1625 la Junta de Reformación, vinculada al Consejo de Castilla, establecía “que las compañías de cuarenta se reduzcan a doce” y en 1632, cuando se escrituraban las capitulaciones de la fundación de la Cofradía de la Novena, el número de autores de comedias que aparecían autorizados como tales por Su Majestad, y que se encargarían de fundar la dicha hermandad, ascendía a diecisiete.[12]

El hecho de formar parte de una compañía de título garantizaba al actor miembro de la misma, como se ha dicho, cierto prestigio profesional y moral. De hecho, en el mismo Reglamento de 1615, cuando se mencionaban a los autores autorizados, se especificaba que “...traigan en sus compañías gente de buena vida y costumbres, y den memoria cada uno de los que traen a la persona que el Consejo señalare...”. El hecho mismo que sólo las compañías que tuvieran título pudiesen representar los autos del Corpus en Madrid (y en los corrales y en la corte en el período de preparación de los mismos)[13] y que la mejor entre estas dos se premiase con la “joya” (un premio de 100 ducados), demuestra, como bien ha visto Oehrlein, el hecho de que obtener “el título” era motivo de prestigio entre los autores y los actores a ellos vinculados, lo que creaba necesariamente una élite en la profesión.

A este propósito cabe recordar también cómo su posición y reconocimiento se vio recompensado, de alguna forma, a mediados del siglo XVII, cuando se imprimió, a nombre del “representante” Cristóbal de Santiago Ortiz un Memorial dirigido al rey Felipe IV. Con este Memorial este supuesto representante, que en realidad debía de ser un hombre de la iglesia, atacaba de hecho al teatro y a aquellos actores no autorizados que se multiplicaban y circulaban por la Península sin permiso, denunciando el elevado número de compañías existentes, que alcanzaban el número de cuarenta, y solicitaba que sólo se autorizase para representar a las compañías reales o de título.

Si la fundación de la Cofradía de la Novena había representado el primer paso para la institucionalización del oficio teatral, a ello contribuyeron también algunas acciones individuales de los propios autores y actores a mediados del siglo XVII, lo que muestra cómo ya en este período los actores tenían plena conciencia de sí mismos como grupo profesional y es indicio del orgullo que algunos de ellos ya sentían hacia el oficio que desempeñaban. Una clara demostración en este sentido la representa la demanda que, en septiembre de 1653, el autor de comedias Adrián López interpuso ante el Consejo de Castilla para pedir que “se recoxa y enmiende el libro compuesto por don Juan de Zaualeta yntitulado Herrores celebrados” ya que en “el capítulo 18 del dicho libro habla de los representantes y de su exercicio en conocido descrédito de su reputación, y en raçón dello haga todas las súplicas y pedimientos, autos y dilixencias, las que judicial o extrajudicialmente se requieran hasta que con efeto el dicho libro, en quanto toca a su descrédito, esté recoxido y enmendado”.

En efecto en el citado capítulo dieciocho de su libro, Zabaleta difamaba a los actores considerándolos inútiles y ociosos. Así, por ejemplo, lo afirmaba en un pasaje de su obra:

 

Lo que hazen los comediantes es vna cosa, que ya que el verla no sea malo, es mejor no verla […]; Lo que haze vn comediante, quando no haze nada malo, es no hazer nada. Alquila su cuerpo al ocio entretenido de la Republica, y quedase en su trabajo ocioso. La vejez pobre, es congetura de mocedad valdia. No he visto vejez de comediante, que no sea necesidad. Ocioso deuio de veuir, quien muere mendigo […]; A los que se aplican a representar que estimación los engaña? No ay gente ta[n] despreciada en la Republica.

 

La voluntad de los actores legalmente reconocidos de diferenciarse de los actores que no lo eran repite en España, en cierto sentido, la lucha que los actores de la commedia dell’arte emprendieron en Italia para diferenciarse de los que ellos no consideraban verdaderos actores y eran definidos como ciarlatani y buffoni, según la distinción del jesuita Giovanni Domenico Ottonelli en su apología del teatro, cuando afirmaba lo siguiente:

 

Distinguo tutti i recitanti in due ordini: uno di coloro che si chiamano comunemente i commedianti, e questi fanno le loro azioni dentro le case, nelle camere o sale o stanzoni assegnati. L’altro ordine è di quelli che si nominano i ciarlatani, e questi fanno i loro trattenimenti e giuochi nelle pubbliche strade o piazze di concorso […]. I ciarlatani diventano commedianti e si servono della commedia come mezzo efficace per alletare al banco, donde fanno lo spaccio delle loro mercanzie e bussolotti.

 

También los actores de la commedia dell’arte como los actores españoles de título, intentaron defender su posición no sólo dignificándola al convertirse en ciudadanos integrados en la sociedad, sino a la vez intentando obtener en el ámbito profesional un mayor reconocimiento que les venía ante todo en tanto se diferenciaban de los ciarlatani, a los que oponían su arte. Su reivindicación, apoyada en ocasiones por hombres de la Iglesia, y a diferencia de la de los actores españoles, será llevada a cabo a través de sus propios escritos, con los que reclamaban la dignidad de su profesión y con los que mostraban a la vez sus capacidades intelectuales (ya que eran ellos mismos los autores de dichos escritos). Prueba fehaciente de esta reivindicación es La Supplica que en 1634 publicó en Venecia el actor Nicolò Barbieri. Por medio de esta lettera el actor italiano se enfrentaba a aquellos que “scrivendo o parlando trattano dei comici trascurando i meritti delle azzioni virtuose”,[14] y a la vez se manifestaba a favor de la distinción entre el oficio servil del actor-bufón y el oficio del actor-profesional, cuyo ingenio y arte se ligaba al entendimiento, al intelecto y, en definitiva, era indisociable de la virtù.[15] Por esto Barbieri afirmaba pertenecer a los corsarios, es decir, a aquellos actores que no sólo tenían conciencia de la profesión que ejercían, sino que poseían también la virtus (es decir, la técnica) que los diferenciaba de los piratas, es decir, los simples bufones que no sabían reconocer la diferencia, y por tanto no podían medir la distancia, entre ser bufón y fingirlo “Qual è colui così sciocco che non sappia chè differenza sia dall’esser al fingere? Il buffone è realmente buffone; ma il comico, che rappresenta la parte ridicola, finge il buffone... Il comico è una cosa e il buffone è un’altra: buffone è colui che non ha virtù e che, per avere una natura pronta e sfacciata, vuol vivere con mezzo di quella”.[16]

El de la búsqueda de la dignificación del oficio por parte de los propios actores es un proceso al que se asiste en la Italia del Renacimiento, y que se muestra cercano al que se desarrolla después en España y que desembocaría en la fundación de la Cofradía de la Novena y de un gremio para los actores. A pesar de que todos los actores profesionales, hombres y mujeres, formasen parte de este gremio, la consecución de la honorabilidad para la mujer, desempeñando este oficio, era una cuestión, como hemos visto, mucho más espinosa, en su caso, que en el de sus compañeros varones.

 



[1] El 6 de noviembre de 1597 se ordenaba el cierre de los teatros madrileños por el luto debido a la muerte de la infanta Catalina Micaela, duquesa de Saboya, hija de Felipe II, orden que se extendió a los teatros de toda España por Real Orden del 2 de mayo de 1598 y que se mantuvo en vigor por la muerte del mismo rey producida en septiembre de ese mismo año. Sin embargo, con el ascenso al trono de Felipe III, el Consejo Real ordenó la reapertura de los teatros públicos con el alzamiento de la prohibición del 22 de diciembre de 1598. No obstante, esta orden fue revocada en la corte, y sólo cuando el 10 de marzo de 1599 la Villa de Madrid envió la petición a Valencia en la que solicitaba la reapertura de los teatros de la corte, el rey se mostró más favorable y ordenó su reapertura en abril del mismo año (el 17 de abril de 1599), orden que volvió a decretarse, definitivamente, en febrero de 1600. Con el decreto de Castilla del 7 de octubre de 1644 se interrumpió nuevamente la actividad teatral por la muerte de la reina Isabel de Borbón, prohibición que se levantó en abril (probablemente a partir de Pascua de Resurrección) de 1645. En octubre de 1646, sin embargo, se volvieron a suspender las representaciones por la muerte del príncipe Baltasar Carlos, que se levantó plenamente sólo en 1651, aunque hubo algunas representaciones a partir de 1647. El 17 de septiembre de 1665 Felipe IV fallecía motivo por el que la actividad teatral volvió a suspenderse hasta abril de 1667. La muerte de la emperatriz de Austria en 1673 ocasionó otra prohibición de las representaciones que duró un mes, desde el 7 de abril hasta el 7 de mayo del mismo año. No hay más datos de suspensiones hasta 1681-82, período en que los teatros se cerraron por el contagio debido a la peste, volviéndose a abrir definitivamente el 26 de noviembre de 1682. El 11 de agosto de 1683 se suspendieron nuevamente las representaciones por la muerte de la reina de Francia y desde el 3 de octubre del mismo año hubo una suspensión de quince días a causa de haberse publicado el Jubileo.

[2] Las obras caritativas a favor de los hospitales eran uno de los factores más decisivos del desarrollo del teatro en los corrales municipales. A su vez la organización del teatro del Corpus estaba en manos de la Ciudad de Madrid que de hecho financiaba los festivales. La Comisión del Corpus, que determinaba el desarrollo de la solemnidad del Corpus, estaba compuesta por representantes de las más altas instituciones estatales y dignatarios municipales. En la cúpula de la Comisión estaba el comisario o Protector, el cual era asistido jurídicamente por un corregidor, a los que se añadían toda una serie de comisarios y regidores con diferentes tareas, J. Oehrlein, El actor en el teatro español del Siglo de Oro.

[3] Sobre las razones que empujaron a la Calderona a ingresar en un convento, existen diferentes versiones entre los cronistas, como apunta María Helena Sánchez Ortega. Según la versión que ofrece Mme. D’Aulnoy, la actriz a pesar de mantener una relación con el rey, seguía a la vez su relación con el duque de Medina de las Torres, su amante antes de Felipe IV, y cuando un día este último los descubrió decidió desterrar al duque, aunque esto no evitó que los dos amantes mantuviesen una correspondencia amorosa. Sólo más tarde, cuando el rey encontró a otra mujer a la que destinar su atención, ordenó a la actriz que se retirase a un convento, la cual aceptó despidiéndose también del duque de Medina de las Torres. Casiano Pellicer, sin embargo, afirma que la actriz había tomado la decisión de retirarse a raíz del nacimiento de don Juan de Austria, pensando que no podía tener otro honor en este mundo.  

[4] Entre algunos de los más conocidos actores que procedían de una familia hidalga y acomodada recordamos a Mateo Salcedo, Juan Morales Medrano, Lope Sasieta Avendaño, Juan Acacio Bernal, Roque de Figueroa, Lorenzo Hurtado de la Cámara, Juan Coronel, Jerónimo Sandoval, Rosendo López de Estrada, Félix Pascual y Matías Tristán que era “hombre de calidad conozida”, Francisco Aragón que era “de una ilustre familia” o Agustín de Rojas, el cual aunque no consiguió su reconocimiento de hidalguía, era hijo de hidalgo.

[5] En España son muestra de tal interés, entre otras, las obras de Fray Luis de Granada que escribió el Tratado de la oración y meditación; la de Luis Vives que escribió La instrucción de la mujer cristiana (1524, traducida del latín en 1528); la del licenciado Pedro de Luján, que fue autor de los Coloquios matrimoniales (1550), o la de Fray Luis de León que compuso el tratado La perfecta casada (publicado en 1583).

[6] Ortega López recuerda que en la época se creía, entre otras cosas, que el cuerpo femenino poseía unas características desmesuradas e incorrectas, y entre las ideas peregrinas que existían sobre el funcionamiento del “soma” femenino, existía la que perpetuaba la imagen del útero como un órgano móvil que podía desplazarse por todo el cuerpo y de ese modo se concebía la posibilidad, por ejemplo, de la comunicación entre el aparato genital y el bucal. De esta idea pudo desprenderse probablemente la supuesta lujuria achacable al elemento femenino.

[7] Tenemos testimonios de mujeres que en la realidad se vestían de hombre. Mary Elisabeth Perry recuerda el caso de Catalina de Erauso, monja que huyó desde un convento hacia el Nuevo Mundo donde se hizo pasar por un hombre, ingresando en el ejército. Su verdadera identidad se descubrió cuando, acusada ante el tribunal virreinal de haber matado a otro soldado en una pelea de taberna, se acogió a su estatus eclesiástico. Indultada, recibió de Felipe IV y del Papa la licencia para vestirse de hombre, convirtiéndose en un mito. Entre los demás casos de mujeres que en la realidad gustaron del traje varonil, mencionamos el de Mariana de Rueda, mujer del autor Lope de Rueda que con frecuencia acompañaba al tercer duque de Medinaceli vestida de paje. También se puede evocar el caso de la actriz Bárbara (de) Coronel que fuera del escenario “andaua siempre casi vestida de hombre, particularmente en los caminos y a caballo”, motivo por el que se la llamó “muger casi hombre” y “amazona de las farsantas de su tiempo”. Recordemos también que el travestismo varonil era usado por las mujeres que públicamente ejercían la prostitución, que lo usaban para ocultar su identidad cuando iban por las calles, y a las que se les sancionaba, en caso de ser descubiertas, con el pago de una multa.

[8] Los demás poderosos mencionados en el soneto son don Juan Vicentelo de Leca y Toledo, caballero del hábito de Santiago y conde de Cantillana, Saldaña, hijo del segundo duque de Lerma, Francisco de Sandoval y Rojas y don Álvaro Enríquez de Almansa, sexto marqués de Alcañices y cuñado del conde-duque de Olivares. 

[9] Muchas fueron las actrices que tuvieron hijos con poderosos y por los que, a veces, fueron obligadas a abandonar el oficio. Entre otras, Josefa López, la Hermosa que hubo un hijo con Luis Francisco de la Cerda y Aragón, noveno duque de Medinaceli; la actriz María de la O Carrillo a la cual “la retiro el Principe de Parma por hauer auido en ella un hixo, el qual emuio a Ytalia, y a ella la dio hazienda, y a su padre, para que pasasen sus dias...”; Josefa Nieto que asimismo “la retiro de la comedia el Duque de Linares, hauiendo echo con violenzia que el marido [Gaspar] se ausentase, donde murio, y despues tubo el Duque dos hijos en ella, los quales viuen con la madre con renta competente por hauerlos cruzado a los dos para mantener su casa, familia y coche”, y la actriz Luciana Mejía que tuvo al actor Juan de Guzmán, conocido como Guzmanillo, con el marqués de Liche. Otro caso es el de Bernarda Ramírez que en la declaración que añadía a su testamento en 1662, hacía constar que había tenido dos hijos, Diego y Jerónima López, de la relación con don Jerónimo López, duque de San Pedro.

[10] Hay que precisar que la actriz María Calderón y la conocida como la Calderona eran en realidad hermanas, como aparece claramente en la Genealogía, que identifica a la primera como célebre actriz y a la segunda, la Calderona, como amante de Felipe IV y madre de don Juan de Austria.

[11] La temporada teatral empezaba habitualmente en Pascua y finalizaba en Martes de Carnaval del año siguiente. Seguía la Cuaresma, período en el que la actividad teatral era suspendida por motivos religiosos, y que por tanto servía para la formación y reestructuración de su personal, y para el ensayo de nuevas piezas. Entre Pascua y el Corpus sólo las dos agrupaciones elegidas para las representaciones del Corpus de Madrid actuaban en los corrales y a la vez ensayaban los autos sacramentales previstos para el año respectivo, que representarían en la capital durante la Octava del Corpus, fecha en las que se suspendían las representaciones en los corrales. Las demás agrupaciones representaban durante en este mismo período, en las localidades del alrededor.

[12] Eran Andrés de la Vega, Juan de Morales, Antonio de Prado, Fernán Sánchez, Juan Bautista Valenciano, Manuel de Vallejo, Pedro de Valdés, Cristóbal de Avendaño, Roque de Figueroa, Alonso de Olmedo, [José] Salazar Mahoma, Juan Acacio, Manuel Simón, Juan Martínez, Tomás Fernández, Francisco López y Bartolomé Romero.

[13] Recordemos que la Villa y los Comisarios de la fiesta del Corpus se encargaban de formar las compañías para hacer los autos y éstas eran las que representaban en los corrales después de Pascua de Resurrección.

[14] La Supplica. Discorso famigliare di Nicolò Barbieri, detto Beltrame, diretta à quelli che scriuendo ò parlando trattano dei Comici trascurando i meritti delle azzioni uirtuose. Lettera per què galanthuomini che non sono in tutto critici ne affato balordi, Venecia, Marco Ginammi 1634.

[15] Lo mismo hará el actor de la commedia dell’arte Flaminio Scala en el prólogo a su obra Il finto marito (Venecia, 1619). Recuérdese también que los actores italianos del período utilizaban el término “arte” para referirse a aquellos actores que practicaban el oficio de forma profesional, como recuerda el mismo Barbieri en La Supplica, y subraya Taviani en un conocido artículo: “Dal primo Seicento in poi, la parola ‘arte’ significò, per gli attori, l’insieme della loro professione, il loro ceto e i loro usi”. Mi agradecimiento a la  Dra. María del Valle Ojeda Calvo por su ayuda en la búsqueda del significado del término en la Italia de la época.    

[16] Para la explicación de la metáfora utilizada en la Supplica por Barbieri (corsarios y piratas), remito a R. Tessari, La Commedia dell’Arte nel Seicento. “Industria” e “arte giocosa” della civiltà barocca.