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3.3. Las “prodigiosas mugeres en representacion” del teatro clásico español

 

 

 Es indudable que entre las mujeres que ocuparon los escenarios españoles en los siglos XVI y XVII hubo algunas que se impusieron por su talento. Se trata de aquellas mujeres que, por parafrasear la expresión utilizada por Cristóbal Suárez de Figueroa, en su Plaza universal de todas ciencias y artes, serían mujeres “prodigiosas” en la representación y causarían el asombro de sus contemporáneos. Las alabanzas de éstos, estuvieran o no vinculados al mundo teatral, se revelan como uno de los testimonios a tener en cuenta para detectar a esas “prodigiosas mugeres” en particular en la fase inicial de la actividad teatral de carácter profesional, en la que resulta difícil definir la verdadera dimensión de la actriz en cuanto a profesional de la escena, porque los datos con los que contamos sobre las actrices (y actores) de la primera época son más escasos. Este problema se agudiza en el caso de la mujer, cuya presencia en escena levanta pasiones o genera condenas, según los que la miran o simplemente juzgan, pero que, en cualquier caso, carecen de un “vocabulario técnico”, como apunta acertadamente Evangelina Rodríguez Cuadros, capaz de definir el quehacer de esos “hombres y mugeres en representacion”.

Por ello, no es de extrañar que las apreciaciones iniciales con las que contamos sobre las primeras actrices (y actores) del teatro clásico sean valoraciones muy generales y realizadas más desde una perspectiva moral que profesional, que se limitan a alabar o a denostar a una determinada actriz en relación al escándalo, y a las pasiones que levantaba en particular cuando, vestida de hombre, cautivaba la atención del público, cada vez más nutrido, que acudía a verla. Así no es de extrañar que en esa primera época de la actividad teatral hubiera actrices que, mencionadas por ser “prodigiosas mugeres en representacion” por algunos hombres de la época, sin embargo pasaran a la historia sobre todo por sus escándalos en relación con la exhibición y uso de su cuerpo en escena.

Entre los testimonios que celebran a las primeras actrices del teatro clásico como “progidiosas mugeres en representacion”, recordamos, en primer lugar, el testimonio del propio Suárez de Figueroa,[1] al que se suman los elogios que otros contemporáneos dedican en sus escritos a estas mismas actrices celebradas por Figueroa y a otras activas en el mismo período. Así, recordamos las alabanzas que Rojas Villandrando dedicaba en su Viaje entretenido a la actriz Ana Muñoz halagándola como buena profesional de las tablas: “que lo que es bueno, y tan bueno, / siempre tiene su quilate”. Las mismas apreciaciones generales las encontramos en la Genealogía, en la que se elogia a Francisca Baltasara, la conocida Baltasara, como actriz “muy zelebre en las tablas”, mientras que Lope de Vega, al publicar La viuda valenciana en la Parte XIV de sus comedias (1620), evocaba el estreno de la obra elogiando a Mariana Vaca como una excepcional intérprete: “representóla Mariana Baca, unica en accion y en entender los versos”. Como Mariana Vaca, muchas de estas primeras actrices, así como las que estuvieron en activo a lo largo del siglo XVII, fueron celebradas por los dramaturgos de la época por la manera de representar algunas de sus piezas teatrales, de las que muy a menudo eran destinatarias principales. Tal fue el caso también de Josefa Vaca, actriz para la que Luis Vélez de Guevara compuso La Serrana de la Vera y Lope de Vega Las almenas de Toro[2] (1618), y a la que el Fénix igualmente elogiaría como intérprete de otra de sus obras, La mocedad de Roldán, recordándola en particular en la dedicatoria a Don Francisco Diego de Zayas por su “gallardo talle en habito de hombre” y por ser “la vnica representante [...] digna desta memoria, por lo que ha honrado las comedias con la gracia de su accion, y la singularidad de su exemplo...”.

Tal como se evidencia, pues, a medida que avanzan las décadas y llegamos al siglo XVII, las lisonjas a las actrices activas se multiplican, algo que no extraña si pensamos que su número se fue incrementando y muchas de ellas ya se habían hecho famosas en la profesión en los años anteriores. Así, muchas eran aduladas por su interpretación puntual en determinadas piezas teatrales, como lo fue María (de) Alcaraz, esposa de Cristóbal de León, que Lope celebraría por su participación en el estreno de La vengadora de las mujeres con estas palabras: “representóla Leon, e hizo la vengadora Maria de Alcaraz famosamente”. Otra actriz activa en las primeras décadas del Seiscientos celebrada por su manera de representar fue la conocida como Papirulico, que el mismo Lope celebró en una carta de noviembre de 1608 al conde de Saldaña, anunciando al mismo tiempo su fallecimiento: “Muriose Papirulico, hermosa, moza, musica y mujer de la comedia unica”. Debía de ser entonces muy joven, como indica el diminutivo y las palabras de Lope.

Entre el elenco de actrices activas en esas primeras décadas del siglo XVII que el Fénix admiró y alabó en sus escritos, no podemos olvidar a la afamada María (de) Riquelme, a quien, en una carta de septiembre de 1633, el dramaturgo aclamaba comparándola con otras renombradas actrices contemporáneas: Amarilis, es decir, María de Córdoba, y la Velera, Isabel Hernández. Merece la pena transcribir las palabras del dramaturgo:  

                

Aqui llegó Amarilis con vna loa soberbia en su alabança, con que está menos bien rreçiuida que lo estuuiera, porque el juiçio del vulgo haborrece que nadie se aplique a sí la gloria, sino que se la rremita a él para que disponga de ella. Reciuiola Vallejo [Manuel Álvarez Vallejo] con vna comedia del doctor Montalban, que trae el lugar alborotado: efetos de la vmildad, virtud diuinissima, y en todas materias de mucha ynportançia. Es la compania de Vallejo como algunos rostros, que no teniendo faccion perfecta, por la armonia con que todas se juntan, haçen el rrostro hermosso. El cuidado del hombre en los teatros es nunca bisto; tanto, que dos comedias mias de ha ahora treinta años las ha hecho durar a quinçe dias. Pues, ¿qué diremos de Maria de Riquelme, desasseada, no linda, ni de galas estrabagantes? Cierto que hablo en esto por la boca del vulgo, que ya la pone en el primer lugar con Amarilis, y assi, me persuado que la nobedad puede más que la rraçon, pues yo lo he creido, con saber que miento. Es singular en los afecctos, por camino que no imita de nadie, ni aun se podra hallar quien la imite. Esto es haçiendo salba a la Señora Belera, con quien no se entiende comparacion de ausentes; que siempre fue difiçil de medir con la verdad....

 

La voz de Lope no fue la única en celebrar a María (de) Riquelme, a María de Córdoba y a Isabel Hernández como grandes protagonistas teatrales de su tiempo. Muchos fueron los que alabaron a la primera de ellas, María (de) Riquelme, entre ellos fray Hortensio Félix Paravicino, que elogió la naturalidad de su representación con la siguiente décima:

 

Maria a tal propiedad

vuestra imitación aspira,

que a asilos de la mentira,

corre sangre la verdad,

animosa despreciad

el mas afectado estruendo,

pues con estaros oyendo,

y a otros representando,

parece si estais hablando,

que os está allí sucediendo. 

 

Pese a haber permanecido pocos años en la profesión (moriría a los treinta y tres años), María (de) Riquelme fue indudablemente una gran actriz, como ratifican las alabanzas que, en la misa de su entierro, recibió como “Fénix de la Representación española, tan única que sólo ella entre los de su tiempo mereció este nombre”. Una fama que persistió con los años y se impuso en la memoria, como testimonian las palabras que casi tres décadas después de su fallecimiento le dedicaría Juan Caramuel en su Primus calamus: “Pocos años después (esto es, por los de 1624) aplaudian los Teatros á la Riquelme, moza hermosa, dotada de una imaginativa tan vehemente, que quando representaba, mudaba con admiracion de todos el color del rostro; porque si el poeta narraba sucesos prosperos y felices, los oia con semblante todo sonroseado; y si algun caso infausto y desdichado, luego se ponia palida; y en este cambiar de afectos era tan unica, que era inimitable”.

 

Si María (de) Riquelme fue una renombrada profesional de la escena, no lo fue menos Isabel Hernández, que Juan Pérez de Montalbán celebraría en su obra Para todos como gran intérprete de su auto Escanderbec, representado por la actriz “con grande vizarria, espiritu, y acento”. Ni menos afamada era María de Córdoba, la conocida Amarilis, considerada “insigne representanta” en el recuerdo de la Genealogía y en los elogios de Quevedo[3], y alabada por sus dotes de cantante y por su interpretación en otras piezas de la época,[4] elogios a los que se sumaban los de Juan de Caramuel que así la recordaba: “Por este mismo tiempo florecio entre las Comediantas La Amarilis (asi la llamaban) la qual era prodigiosa en su profesion, recitaba, cantaba, tañia, baylaba, y enfin no hacia cosa que no mereciese publicos aplausos y alabanzas”.

 

Ratifican la importancia de Amarilis como “portento del tablado” las numerosas alabanzas que otros contemporáneos le dirigieron, entre ellos, las de muchos dramaturgos que le dedicaron numerosas piezas, celebrándola como gran intérprete. Así lo hizo Guillén de Castro, que la elogió en su comedia Engañarse engañando a través del diálogo de dos personajes en el que, a la pregunta de la princesa de Biarne “¿Quién es Amarilis?”, Gonzalo le contesta:

 

Esa,

es un asombro, ¡Jesús!

Si hace una princesa, tú

no pareces tan princesa.

Pues si afectuosamente

representa, admira, espanta,

altera el pecho, levanta

el cabello: es excelente.

¡Pues si baila!... Es tan compuesto

su modo, que da lugar

a que se pueda templar

lo lascivo con lo honesto.

Para todo es cosa rara;

a todo nacida viene;

es muy bizarrota, tiene

lindo talle, buena cara.

Tiene mucho airoso y grave;

todo galán; nada ajeno...

Lo demás que tiene bueno

Sol lo ignora, Dios lo sabe

y Andrés de la Vega, que es

su marido.[5]

 

El propio Fénix la homenajeó en el primer acto de su comedia ¡Ay, verdades, que en amor! a través de la alusión que dos damas hacían de la actriz: “Que bien Amarilis habla / Que bien se viste, y se toca”, algo que no sorprende si pensamos que la misma actriz interpretaría una de sus piezas más conocidas, La ilustre fregona, como recordaba D. Alonso de Castillo Solórzano en su novela Las harpías en Madrid (impresa en 1631) elogiando a su vez la interpretación de la actriz en la pieza lopesca. Así, hablando uno de los interlocutores de la obra de cierto sazonado entremés y de su deseo de oírlo, le dice otro: “Fácil es a V. M. cumplir su antojo [...], porque la comedia que con él se hace es del fénix del orbe Lope de Vega Carpio, intitulada La ilustre fregona, y es tal, que durará algunos días con lo bien que representa aquel papel la mayor cómica que ahora se conoce, que es Amarilis; y así prevendré aposento donde V. M. la pueda ver mañana”.[6] 

 

Asimismo era elogiada en otras piezas dramáticas a través de las reflexiones y parlamentos de algunos de los personajes en ellas presentes, como en el entremés de Sebastián de Villaviciosa titulado La vida holgona en el que, a través del juramento de un personaje, se celebraban sus dotes histriónicas, junto con las de otras insignes actrices contemporáneas: 

 

Por la capona superior de Antonia [(Manuela) Catalán][7],

por las endechas de María Candado,

juntamente la niñez de entrambas.

Por las airosas olas de Amarilis;  

por el reposo de Josefa Vaca;

por el brío español de la Falcona [Ana Falcón];

por la amable dulzura de Manuela [Enríquez];

por la celeste voz de Isabel Ana.

 

Con estos versos, pues, se evidenciaban las habilidades histriónicas en las que era conocida cada una de las actrices en ellos mencionadas, es decir, el canto, el baile, la manera de recitar los versos y hacer sus interpretaciones.

 

Las alabanzas de los contemporáneos no sólo se revelan imprescindibles para conocer cuáles fueron las actrices que destacaron en la profesión en la fase inicial de la actividad teatral de carácter profesional, sino también cuáles de ellas continuaron siéndolo en las décadas siguientes y hasta ya entrado el siglo XVII. De hecho, es en este último período cuando más copiosos se hacen los datos de carácter profesional con los que contamos sobre las actrices (y actores), que, como sabemos, aumentan decisivamente a partir de la tercera década del Seiscientos, fecha de la fundación de la Cofradía de la Novena, momento a partir del cual tenemos un registro, aunque incompleto, de actores y actrices que nos permite, además de los testimonios de los contemporáneos, conocer, aunque sea fragmentariamente, sus trayectorias. A partir de la tercera década del siglo XVII, pues, la pertenencia profesional al oficio y al gremio es más fácil de constatar y se puede medir a través de las huellas, aunque sean muchas veces débiles o parciales, que su trabajo en escena nos va dejando, trabajo que, a medida que avanza el siglo XVII se ve sometido a una creciente especialización, como hemos tratado de mostrar.

Parece casi natural que los comentarios de los coetáneos reflejen esta paulatina especialización del trabajo actoral y conforme avanza el siglo XVII se acerquen al fenómeno teatral de forma más analítica, juzgando la profesionalidad y el valor de la actriz (y actor), en escena, ya no sólo a través de juicios generales sobre su manera de representar y destacar en escena, sino también considerando los papeles que desempeña y el éxito que alcanza en su ejecución.

Sin lugar a dudas, una de las voces que más eco tuvo entre los contemporáneos de aquel entonces fue la del autor de la Genealogía, precisamente por ser la de un hombre próximo a dicha actividad y a la vida de muchos de sus protagonistas, actrices (y actores) a las que, en ocasiones, conoció personalmente. Junto a las alabanzas generales que introduce la Genealogía referidas a las actrices activas en la profesión ya entrado el siglo XVII, como la que celebraba a Antonia Infanta como actriz “muy zelevrada en la[s] tablas” o a María Calderón como “zelebre representanta”, o las que las celebraba por distinguirse en la interpretación de determinados papeles y personajes, como en el caso de Micaela Fernández (Bravo) que “fue muy zelebrada en el traxe de hombre”, o en la interpretación de determinadas piezas, como Francisca (de) López (Sustaete), que “hizo damas en Madrid con grande aplauso y en particular ella y su cuñado Geronimo de Heredia hicieron la comedia La niña de Gomez [Arias] qual otros ningunos no llegaron a la representacion de los dos”, también encontramos apreciaciones que de forma más o menos sintética celebran a estas actrices a través de las referencias que hizo del papel en que destacaban, del éxito adquirido en su ejecución, así como de las habilidades histriónicas que poseían. Tenemos constancia de que María (de) Quiñones (Núñez Vela) “fue zelebre representanta en la parte de [primeras] damas”, así como lo fue Josefa (de) Morales y María de Prado, que “hizo [primeras] damas y segundas y fue sumamente alauada por su representacion”, papel, el de segunda, en que igualmente se distinguió María (de) Aguado. Bernarda Manuela la Grifona, fue, en cambio, “celebre musica en las tablas y se mantubo siempre haziendo segundas damas, en cuya parte ganó mucho credito y aplauso”, mientras que Francisca (de) Bezón “hizo primero terzeras damas con grande aplauso [...]. Luego hizo [primeras] damas y en ellas fue celebrada...”, como también lo fue Manuela (de) Escamilla, la cual, como Teresa de Robles y Josefa de San Miguel, destacó claramente por sus “auilidades” musicales, las mismas que debía tener Bernarda Ramírez, que, como las anteriores actrices, destacó en terceras damas, así como lo hizo Jerónima de Olmedo, que sobresalió también como “segundas en cuia parte fue aplaudida”. También fue “excelente musica” Luisa (de) (la) Cruz y asimismo Mariana de Borja, María (de los) Santos, Sebastiana Fernández, Josefa de San Román, Luisa Romero, Juana Roldán, Ignacia Antonia de Morales, Ángela de León (San Román) y Manuela (de) Labaña. Ésta última sobresalió claramente en el papel musical respecto a sus contemporáneas, siendo considerada “la mexor que ai oy en las tablas”.

Junto al autor de la Genealogía, fueron también otros los contemporáneos que con sus escritos se hicieron eco de la importancia de algunas actrices de la época celebrándolas al señalar el papel en que destacaban y del éxito que como especialistas de las tablas cosechaban. Así lo hizo Luis Quiñones de Benavente, que en sus numerosas piezas breves elogió como afamadas terceras damas a las actrices Josefa Román y Antonia Infanta, como en la Loa con que empezó Tomás Fernández en la Corte a través de los versos pronunciados por la actriz Isabel de Castro:

 

Yo soy, o gran Coliseo,

quien el Verano passado

mereció vuestra atencion,

aunque por sucessos varios

la gozè solos dos dias,

que ya tendreis oluidados,

fauorecedme de nueuo,

ya que el ardiente Verano,

quando no ay de quien se cobre,

el patio, que a nadie oluida,

[...]

Me dexò por escondida,

o me perdonò por pobre.

[...]

Que sentirè oyendo esto,

yo, que las terceras hago,

cuando Antonia [Infanta] es vn portento

y Iosepha [Román] es vn milagro?

a vuestros pies humillada

me acojo: porque sitiada

de las dos: si luzir quiero.

 

 

Además de las apreciaciones de los contemporáneos, que observaban y juzgaban el quehacer de los actores en escena estando ellos más allá del escenario, hay otro indicio que puede servirnos para diferenciar a los profesionales relevantes en la época, de aquellos que no lo eran. Nos referimos a los apodos. Como es sabido, son muchos los casos en la época de actores y actrices homónimos que a veces se distinguen por el apodo que alude a la diferencia entre un excelente representante (el Bueno) frente a uno mediocre (el Malo). En otras ocasiones el apodo evoca una cualidad bien física o moral, bien profesional.[8]

Entre los trescientos sobrenombres de los que se ha dejado constancia en la documentación de la época referidos a actores, muchos servían para distinguir a dos o más actores homónimos activos en el oficio en el mismo período, pero había otros que eran utilizados para referirse también a su manera de representar, a sus éxitos o fracasos como profesionales de las tablas en general o como intérpretes de determinados personajes en particular. Así, cada compañía tenía su Brillante, su Divino, su actor Bueno y su actor Malo. De manera que no sorprende saber que el actor Germán Pérez fue apodado el Bueno “quizas porque abria en su tiempo otro de ygual nombre y apellido que no seria tan bueno representante”. Asimismo pensamos que se distinguieron en escena las hermanas Ana, Micaela y Feliciana de Andrade, conocidas como las Tres Gracias por “las muchas [gracias] que tenian en el cantar y representar”, a diferencia de la actriz María de Quiñones, la Mala, así denominada para diferenciarla de su homónima, la famosa María (de) Quiñones (Núñez Vela), que era “ynsigne y zelebrada” actriz.

La función identificadora de la que gozaba el apodo en los Siglos de Oro hacía que pudiese llegar a ser adoptado en sustitución del nombre propio, como podía ocurrir con actores cuyo apodo era el nombre del personaje en cuya interpretación había destacado y que pasaba a sustituir al nombre propio. Seguramente el apodo más célebre entre los de este tipo es el de Juan Rana, con el que se identificaba a su intérprete más afamado, el actor Cosme Pérez. La fuerza del apodo de Cosme Pérez fue tan grande que aquellos actores que se distinguieron con el tiempo en la interpretación de Juan Rana lo adoptaron también como apodo. Es el caso de Domingo Canejil, apodado Ranilla “porque dezia que ni Juan Rana auia llegado a su grande auilidad”, sin olvidar el caso de Manuela (de) Escamilla, que desde niña representó los Juan Ranillas. Muchos fueron, por tanto, las actrices (y actores) cuyo apodo provenía de su buena interpretación de determinados papeles o personajes dramáticos. Entre ellos, merece recordarse a la actriz María Jacinta, apodada la Bolichera por el papel de la tercera dama, llamada la Bolichera, que hizo en la comedia El garrote más bien dado, o el caso de la célebre Ángela Rogel, conocida como la Dido, la cual “como era tan diestra y entendida Comedianta, supo desempeñar con tal perfeccion el papel de la Reyna Viuda de Cartago Doña Dido, muger interina del troyano Eneas, en la Tragedia que de estos dos amantes compuso el celebre capitan D. Guillem de Castro, que de ahi le quedó el sobrenombre de Dido”.

 

 Otro indicador del valor de una actriz en el oficio teatral era su capacidad para mantenerse, durante un período de tiempo prolongado, en la ejecución del papel que constituía su especialidad dramática. Esto a su vez era indicio de que poseía determinadas habilidades teatrales que no se modificaban con el paso del tiempo y que convertían a cualquier “dama”, es decir, a cualquier actriz especializada en alguno de los papeles de dama –y no sólo a las que interpretaban primeros y terceros papeles– en meritoria especialista de las tablas. De esta manera también fueron grandes especialistas de la escena Josefa Laura y María (de) Cisneros, que se impusieron en las tablas en el papel de segunda dama, Manuela de la Cueva y Francisca de la Cuesta que sobresalieron en el de cuarta y María de Anaya y Gabriela Velarde en el de quintas.

Si del valor de una actriz en escena es muestra el tiempo prolongado durante el que permanecía representando en su especialidad dramática, dicho valor se evidenciaba aún más en aquellos casos en los que el papel desempeñado por la actriz, ya entrada en años, era el de primera dama, papel al que correspondía la interpretación de personajes de dama joven. Pero la juventud, de hecho, como se ha visto en las páginas anteriores, no era requisito indispensable para desempeñar dichos papeles de damas si la habilidad de la actriz que los interpretaba año tras año quedaba invariada en el tiempo. 

La importancia del papel desempeñado, la manera de representarlo y el período que éste se ejecutaba en escena se fijan, pues, como algunos de los criterios para evaluar la importancia de la actriz como profesional de la escena del Seiscientos. A estos criterios se añade, a finales del siglo, otro elemento revelador del valor de una profesional teatral: el que una actriz representara en calidad de “sobresaliente”, si entendemos esta función en la acepción con la que más a menudo se manifiesta en los últimos años de ese siglo, es decir, como el papel extraordinario y, por tanto puntual, que como fuerza adicional de lucimiento algunas afamadas especialistas de la escena desempeñaron en el marco de las representaciones de los autos madrileños y de las piezas teatrales realizadas ante Sus Majestades. La presencia de las sobresalientes y, por tanto, de actrices meritorias en el ámbito de estos festejos y representaciones es la manifestación tardía de una política teatral operada por los miembros de la Junta del Corpus y de la Ciudad de Madrid, que ya desde comienzos del siglo XVII tiende a la formación de una élite entre los profesionales de las tablas y que, por tanto, asigna a un reducido grupo de actores y autores de calidad la puesta en escena de las representaciones teatrales del Corpus y de la Corte.

Aunque este fenómeno se hace más evidente desde mediados del XVII, sin embargo, el reclutamiento de actores y autores de fama para la representación de dichas piezas es un fenómeno mucho más antiguo, que se registra en la práctica escénica ya en épocas anteriores y que de alguna forma está implícito en la importancia misma de los festejos en cuyo marco dichas representaciones eran ofrecidas. No hay que olvidar, de hecho, que desde el momento en que la actividad teatral se consolidó, la representación de los autos madrileños era confiada a dos de las mejores compañías de título en circulación, cuyos autores y miembros eran seleccionados por las autoridades encargadas. Además, el hecho de que unas determinadas compañías y actores fuesen preferidas para las representaciones del Corpus, y que la calidad de la mejor entre las dos agrupaciones fuese premiada con la joya constituyó, sobre todo en esa primera época de la actividad teatral, uno de los factores diferenciadores entre estos primeros profesionales de la escena. La participación en las representaciones del Corpus madrileño, así como la participación en las representaciones palaciegas, generó, pues, tanto entre los autores cuyas compañías eran elegidas como entre los actores a ellas vinculadas, una élite que, en el caso de los actores, se vio favorecida notablemente por el mecanismo por el que éstos eran reclutados, sobre todo en los casos en los que eran preferidos por la Villa y los Comisarios de la fiesta. De hecho, desde la primera época del teatro, la Ciudad de Madrid se aseguraba un derecho de intervención sobre la elección de los autores de comedias y en la contratación del personal que representaría las fiestas del Corpus. Podía introducir en una compañía a determinados actores, a los que obligaba a permanecer en Madrid para formar las compañías o, por el contrario, poner reparos a algunos de los que ya formaban parte de las compañías seleccionadas, consiguiendo que fueran excluidos de la representación de los autos. Aunque no debe descartarse la posibilidad de que en la elección del pequeño grupo de actores del Corpus intervinieran tanto los intereses personales como las influencias de los autores y comisarios del Corpus y de la Villa. No obstante, hemos de señalar que en la mayoría de los casos se trataba de profesionales de reconocida habilidad, algo que no sorprende si consideramos que las representaciones en las que dichos actores tomaban parte eran representaciones de suma importancia tanto desde la perspectiva social como religiosa. No olvidemos que – como ya apuntó Oehrlein a través de los autos, la Ciudad (sede de la Corte y de la Capital), se lucía y lucía su poder, y la Iglesia propagaba su mensaje evangelizador, lo que obligaba, naturalmente, a que los comisarios del Corpus evitaran exponerse a cualquier tipo de riesgo.

A pesar de que dicha intervención resultaba muy a menudo ventajosa para los propios autores, ya que con la ayuda de las autoridades del Corpus podían atraer más fácilmente buenos actores para la formación de su agrupación, también es cierto que el control y las decisiones de las autoridades, a veces, se revelaban negativas para el mismo autor, el cual, ya con la compañía completa y preparada para la representación de los autos se veía, inesperadamente, obligado a no contar con determinados actores. Un ejemplo significativo de esta última situación se documenta a comienzos del Seiscientos (1614), fecha en la que Baltasar de Pinedo, uno de los dos autores encargados de representar el Corpus madrileño de ese año, se lamentaba ante el Consejo de que los comisarios le hubieran ordenado excluir de su compañía a dos de sus actrices, las cuales, según afirmaba el autor, “tenian ya sus papeles sauidos para las fiestas del Santisimo Sacramento desta uilla”, motivo por el que se vio obligado a buscar a otras dos actrices que las sustituyesen, aunque fuese “para solo aquel dia de que me es forçoso sustentallas y darlas salarios exçesiuos como se los doy” y a solicitar alguna ayuda de costa. Por orden del 14 de mayo de ese mismo año, sabemos que el Ayuntamiento de Madrid mandaba “que a Baltasar de Pinedo autor de comedias se le den duçientos ducados de ayuda de costa para ayudar al gasto y daño” que se le había causado con la exclusión de su compañía de las actrices María de los Ángeles y Mariana de Herbias. El decreto daba constancia, además, del gran prejuicio que la ausencia de las dos actrices había causado a la compañía de Pinedo, lo que justificaba la ayuda otorgada al autor: “para ayudar al gasto y daño, que se le a seguido por auer mandado a Maria de los Angeles y Mariana de Erbias no representen en su compañia y auersela deshecho, y auer de hacerla aora de nuebo para la fiesta del Santisimo Sacramento que tiene a su cargo; y la gran perdida que se le sigue por no representar todos estos dias por esta causa”.

El mismo Lope recogió este suceso en una carta a su mecenas de principios de abril de ese año, en la que refería que una de las actrices excluidas de la agrupación de Pinedo, la actriz María de los Ángeles, había sido sustituida en su papel por Isabel Ana, actriz que en esa misma fecha formaba parte de la compañía de Pedro de Valdés, con cuya agrupación se había comprometido a representar el Corpus de Toledo de ese año. En su carta Lope no sólo explicaba cómo se había realizado la sustitución entre las dos actrices, sino también las razones que estaban en su base:

 

Aca los han alborotado dos alguaciles, que por los defetos de Maria de los Angeles se lleban a Isabel Ana para Pinedo; toda la historia es notable, pero mucho más el tal marido, que enseñó aqui dos mil y quinientos escudos de oro y otros tantos en joyas; huyóse en viendo los alguaciles; alla dizen que estan esas señoras damas recogidas; bien aya Vex.ª, que assi conserua su grandeza y prudenzia tan lexos de sujetos picaros, pues lo fue tanto Maria de los Angeles, que se crió aqui en el Rastro desta ciudad entre las mondongeras, y aora es buena para las sabanas y pecho de tan grandes señores en un lugar como Madrid, donde creo que no faltan mugeres.

 

En el caso de Pinedo, la sustitución de las actrices de su compañía se hacía necesaria no sólo porque fue impuesta desde lo alto (Consejo), sino por la importancia religiosa y social de las fiestas en las que dichas representaciones se enmarcaban, lo que probablemente justificaba la intervención del mismo Consejo y su decisión de expulsar a las dos actrices, cuya presencia –por lo menos de una de ellas–, si damos fe al testimonio de Lope, podía no ser apropiada para la ejemplaridad exigida en la representación del Corpus.

Sólo si tenemos en cuenta estos mecanismos por los que eran reclutados los autores y actores elegidos para la representación de los autos y de las piezas realizadas en la Corte, es posible entender cómo desde mediados del siglo XVII la presencia de algunos actores y actrices de la época se repite año tras año en la ejecución de dichas representaciones y festejos, en los que participaban esencialmente por su calidad como profesionales y especialistas de la escena. La demanda de actores que generaba la capital fue consolidando ya hacia fines del XVII y principios del XVIII la estabilidad de algunas compañías que pudieron ejercer como tales reduciendo su carácter itinerante, y trabajando vinculadas a la capital y a las fiestas de las localidades cercanas y siendo denominadas por ello “las compañías de Madrid”.

Pero retomando el hilo de nuestra exposición, si el papel desempeñado y la fama alcanzada en ejecutarlo son indicio del valor e importancia de la actriz (y actor) del XVII como profesional y especialista de la escena, también es indicio de ello el hecho mismo de que fuera llamada a actuar con frecuencia en determinados festejos, como lo eran los autos sacramentales y las piezas celebradas en la Corte. Dicha participación representa un claro indicio del valor de cotización de las actrices que desarrollaron su actividad esencialmente ya bien entrado el siglo XVII, es decir, cuando los acontecimientos teatrales vinculados al Corpus y sobre todo a la Corte se convierten en una constante de la actividad teatral de la capital y se recluta por ello a un reducido número de actores para representarlos, cuya actividad es, por tanto, más fácil de perseguir.

Asimismo, constituye un elemento que hay que tener en cuenta en el caso de las primeras actrices del teatro clásico para valorar su prestigio y valor profesional, los premios y gratificaciones que recibían algunas de ellas por sus actuaciones, especialmente en el marco del Corpus. Así, no es casualidad que entre las actrices que protagonizaron estos importantes eventos se repitan con cierta frecuencia los nombres de aquéllas que, por otras fuentes, sabemos que destacaron en la profesión. Su presencia en estos festejos se ve justificada, en ocasiones,  por el hecho de que formaban parte de la compañía de su esposo, cuya agrupación había sido elegida para tomar parte en ellos, pero por otra parte, la gratificación que las mismas actrices recibían por su actuación, o la explícita solicitud que de su presencia se hacía por parte de los organizadores, habla a favor de su importancia como profesionales de las tablas.

Entre las primeras actrices que en este sentido podemos citar recordamos a Ana Muñoz, actriz que participó en el Corpus de Valladolid como miembro de la agrupación conyugal en 1602, recibiendo un premio por la loa que representó. Otro caso significativo es el de Mariana Vaca, actriz que tomó parte en varias ocasiones en el Corpus de Toledo, y cuya presencia en 1600 es especificadamente requerida junto a la de otros actores de renombre, como pone de manifiesto un documento fechado en Toledo en febrero de ese año por el que el licenciado Matías de Porres obligaba a su padre, el autor Gaspar de Porres, a representar en la ciudad en las cercanas fiestas del Corpus con toda su compañía, especificándose la necesaria presencia en ellas de Mariana Vaca para entremeses y de Ana Martínez para la música. Esta última actriz citada en el documento no era ni más ni menos que la afamada Francisca Baltasara, conocida como la Baltasara, cuya importancia en la profesión se ve confirmada dos años más tarde, en 1603, cuando, junto con su hermano Alonso Martínez y como miembro de la agrupación de Baltasar de Pinedo, participó en la representación de los autos del Corpus sevillano. Para su participación en dichas representaciones, las autoridades encargadas otorgaron a la actriz y a su hermano “400 reales [...] porque siempre son lo mejor de las fiestas y porque en ella trabajaron mucho en los autos de representación que hizo el dicho B. Pinedo, y en hacer tonos nuevos y otras cosas...”.

Conforme avanza el siglo XVII los nombres de las actrices que protagonizan los escenarios del Corpus y de la Corte empiezan a repetirse y su cotización como profesionales se pone de relieve por los numerosos premios que en ellos reciben por su actuación. Entre ellos destaca el de Manuela Enríquez, cuya presencia en los tablados del Corpus, en particular en el de Sevilla, es premiada en varias ocasiones. Lo mismo constatamos en el caso de Josefa Vaca y su hija Mariana Vaca (de Morales), premiadas en 1618 con un donativo de “10.200 maravedíes [...] por la joya y premio particular por lo bien que trabajaron en el carro de La serrana de la Vera”.[9]

Si esto sucedía en las primeras décadas del siglo XVII, lo mismo vemos confirmado a lo largo de todo el siglo, como consta en varias notificaciones por las que la Comisión del Corpus o la Villa de Madrid obligaban a una determinada actriz que querían ver en el tablado a mantenerse a su disposición para representar en los autos de la capital, órdenes que, por tanto, obligaban a la actriz en cuestión a desplazarse hasta Madrid, en caso de encontrarse actuando en otras ciudades de la península, o a no alejarse de la capital, en caso de encontrarse ya en ella, notificación que en este último caso se vería reforzada, a veces, con el embargo de sus bienes. Es lo que constatamos, por ejemplo, en la carta que en 1678 Juan Barbosa dirigía desde Portugal a Juan Rodríguez Ros, arrendador de los corrales de Madrid, en la que le advertía que el autor Carlos Vallejo partía de Lisboa a Madrid

 

a buscar unas partes para la compañia que le faltan, e las partes son estas [...]: Bernabe Aluarez, segundo galán, la Mosquera [Luisa de Mosquera], su muger, la Barba [Ángela Barba] e Maria e segundo barba e quarto galan e el arpista que esta en la compania de Juan Antonio [de Carvajal], porque la Bejon [Francisca (de) Bezón] ha rebolbido a todo Lisboa, que quiere azer conpania con Carlos Ballejo que es el que ba por las partes, y esto lo abiso a z. m. porque trate z. m. de enbargarlas, que primera es la Corte que toda Lisboa... [10]  

 

Cuando, en cambio, la actriz (o actor) cuya presencia era exigida en las representaciones del Corpus se encontraba fuera de Madrid y podía estar actuando con la compañía de la que formaba parte, la Junta del Corpus o la Villa igualmente intervenían manifestando su decisión de contar con ella para la representación de los autos, lo que determinaba que también en este caso la actriz se viera obligada a dirigirse a la capital y a incorporarse a la agrupación oficialmente elegida para representar el Corpus, como muestra el caso de María (de los) Santos, que en 1672 fue requerida para representar para dicha festividad. Así se hace manifiesto en una orden dada en Alcalá de Henares entregando a Antonio de Camargo la persona de María (de los) Santos “para que la llebase a la real Corte para que se dispusiese la susodicha para la conpañia que se formaba para las fiestas reales de la Corte en las de el Corpus...”. Asimismo, tenemos constancia de que por una carta fechada en Madrid en 1646, el conde de Castrillo, protector de las fiestas del Corpus de la ciudad, mandaba al corregidor de Segovia que un alguacil prendiese a los actores Ambrosio Duarte y a su mujer, María de Prado, y llevase a Madrid a los actores Lorenzo Escudero y Bernarda Manuela [la Grifona], que “están todos quatro en la dicha ciudad de Segobia o de Balladolid o en otras cualesquier ciudades, villas o ciudades adonde los susodichos estuvieren”, para que actuasen “para la mayor festividad que se a de hazer en esta Corte del Santísimo Sacramento deste presente año”.  

La participación de los actores en la Corte en la representación de los autos se hacía aún más necesaria cuando su presencia servía para aumentar la calidad de la compañía oficialmente elegida para las representaciones, como se evidencia claramente en un documento de 1660, en el que se hace constar que la Villa de Madrid había intervenido para reforzar la poca calidad de la compañía de Jerónimo Vallejo solicitando la incorporación a ella de los actores Pedro de la Rosa, Antonia de Santiago, su mujer, Francisca Verdugo, Luciana la Patata y una niña, “personaxes principales para la representacion”, ya que “sin ellos era imposible poderse hacer los autos” que le correspondía representar a Vallejo.

La capacidad de atraer a los actores a Madrid para que se incorporasen a la compañía elegida para la representación de los autos se veía reforzada habitualmente por la disposición de la Junta del Corpus o de la Villa de correr con los gastos que ésta suponía. Es lo que muestra el caso de las compañías de Pedro de la Rosa y Diego de Osorio, elegidas para la representación del Corpus de 1657, para cuya formación los comisarios de la fiesta pusieron a disposición un total de 1.000 ducados, parte de los cuales estaba destinada a cubrir los gastos de desplazamiento de cuatro actores que en aquel momento se encontraban fuera de la ciudad. Se trataba de las tres hermanas Micaela, Ana y Feliciana de Andrade, que desde Toledo se dirigieron a la capital para formar parte de la agrupación de Osorio, y para cuyo traslado se gastaron 4.800 reales de vellón, y de Adrián López, que se encontraba en Barcelona y que fue contratado para hacer primeros papeles, el cual recibió 4.000 reales por el viaje y por la compra de nuevos vestidos. Presencia, en particular la de las hermanas Andrade, que también era solicitada simultáneamente en las representaciones palaciegas, como evidencia un Aviso de Barrionuevo del 4 de abril de ese año: 

 

El marqués de Liche ha traido de Toledo a Madrid para festejar al Rey tres hermanas que llaman las Tinientas [...]. Son de extremado parecer: representan, cantan, tocan y bailan, y tienen todas las partes necesarias de graciosidad que hoy se hallan en grado excelente y superior. Tiénelas en una casa muy regalada, dándoles cada día para su plato cincuenta reales y un vestido riquísimo el primer día que las viere y oyere el Rey, y para el Corpus otro, y todo cuanto desean y piden por su boca, y de verdad, que según se dice, lo merecen por ser únicas y generales en todo género de festejos.  

 

Las actrices mencionadas son sólo algunas de las que solían ser solicitadas para actuar en las representaciones de los autos madrileños y en las fiestas cortesanas, pero muchas otras actrices activas en la época protagonizaron año tras año estas representaciones, bien como especialistas de las tablas bien como sobresalientes, presencia que era exigida por las Comisión del Corpus, por la Villa de Madrid y en ocasiones por las mismas autoridades cortesanas, entre ellas los propios reyes. Así lo revela el caso de Josefa de San Román, la cual, en marzo de 1695, mientras se dirigía con otros actores desde Madrid a Lisboa, fue detenida quince días en Badajoz por mandato de Su Majestad, que ordenaba su regreso a la capital.

Entre las actrices de la época que participaron o fueron solicitadas asiduamente en la representación de los autos madrileños, recordamos especialmente a Bernarda Manuela la Grifona, Manuela (de) Escamilla, Francisca (de) Bezón, María (de los) Santos, Mariana de Borja, María (de) Quiñones (Núñez Vela), María de Anaya, Josefa de San Miguel, Fabiana (de) Laura, Mariana Vaca (de Morales), Sebastiana Fernández, Teresa de Robles, Luisa Fernández, María (de) Cisneros, María de Prado y Francisca (María) López, Guantes de ámbar.[11] Junto a estos nombres podríamos citar los de numerosas actrices contemporáneas que conforme avanzó el siglo XVII nutrieron aquella élite de profesionales de las tablas a la que no sólo se le confiaba la representación de los autos de la capital, sino también la representación de las piezas cortesanas. Muestra de ello es el caso de María (de) Cisneros, que protagonizó las representaciones celebradas en la Corte durante más de dos décadas, desde 1677 hasta 1696, tomando parte en la representación de los autos especialmente en los años comprendidos entre 1677 y 1688 y en las representaciones palaciegas en 1679, 1680, 1685, 1695 y 1696.

Como María (de) Cisneros, otras fueron las actrices activas en la época particularmente queridas en Palacio siendo, por ello, requeridas con mayor asiduidad, respecto a sus colegas contemporáneas, en las representaciones celebradas ante Sus Majestades. Otro tanto sucedía en el caso de algunos de sus colegas masculinos. Sin duda, entre dichos actores un lugar privilegiado lo ocupaba Cosme Pérez, el cual, si por un lado “fue mui zelebrado en la parte de grazioso”, por otro “excedió a todos los de su tiempo, y solo con salir a las tablas y sin hablar probocaba a risa y al aplauso a los que le veian”. Este actor no sólo era solicitado en las representaciones cortesanas, sino que además gozaba del aprecio del rey y de toda la familia real, como testimonia la correspondencia que a partir de 1648 y durante diez años, Felipe IV mantuvo con la condesa de Paredes de Nava, doña Luisa Enríquez Manrique de Lara, que en ese mismo 1648 ingresó en el Convento de San José de Malagón y que, a su vez, admiraba al actor. Carteo que a la vez es reflejo de la asidua presencia del cómico en los escenarios cortesanos que lo vieron activo desde al menos los años treinta del siglo hasta 1666, fecha de su testamento y retiro del oficio.

Al igual que “il Grazzioso della Regina” también algunas actrices de la época fueron requeridas con asiduidad en las representaciones celebradas ante Sus Majestades, siendo también celebradas como Juan Rana por su manera de representar y entretener a la familia real. Claro ejemplo fue el de Amarilis, elogiada por Felipe IV en una carta de 1650 con la que relataba a doña Luisa Enríquez las recientes fiestas de Carnaval y la imitación que, en ellas, don Andrés Ferrer había realizado de Juan Rana: “Muy regocijadas carnestolendas hemos passado y la gente moza se ha divertido y entretenido. Harta soledad me hizo que no viesedes querer imitar a Juan Rana, a don Andrés Ferrer que cierto de puro frío nos hacía reir, pero la comedia fue buena, particularmente lo cantado y la representación de las mujeres que Amarilis salió a la luz y está tan gran farsanta como siempre...”.

 

Junto a María de Córdoba, formaban parte del reducido grupo de actrices que, especialmente desde los años cuarenta del siglo XVII protagonizó los escenarios cortesanos, la ya mencionada Francisca (de) Bezón la Bezona –cuya presencia en Palacio se registra casi constantemente desde 1658 hasta 1685–, Manuela de la Cueva, Andrea (de) Salazar, María de Anaya, Micaela Fernández (Bravo), Bernarda Manuela la Grifona, Mariana de Borja, Juana de Cisneros, María (de) Quiñones (Núñez Vela), Bernarda Ramírez, Luisa y Mariana Romero, Teresa de Robles, María (de los) Santos y Manuela (de) Escamilla.[12]

La importancia que las actrices citadas adquirieron en el marco de las representaciones cortesanas se ve ratificada en muchos casos por el hecho mismo de que algunas de ellas fueran expresamente requeridas para representar en la Corte francesa, como testimonia el caso de Bernarda Ramírez, cuyo nombre aparece mencionado entre los de un reducido grupo de actores que solía representar en el Retiro, y que la reina madre exigió que representase en la Corte francesa, según documenta un Aviso de Barrionuevo del 31 de enero de 1657:  

 

Dicen envían una compañía de comediantes selectos de todas las demás al señor don Juan de Austria, y entre ellos la Bernardilla [Bernarda Ramírez], los dos hermanos Pradillos [Sebastián y José Antonio García de Prado] y el mejor gracioso [Cosme Pérez], para que desde allí pasen a Francia a que los vea la Reina madre, que se lo ha escrito con grandes instancias, movida de lo mucho que se los ha alabado allá los que estuvieron aquí en el Retiro, y que el viaje y galas costarán 50.000 ducados.

 

Si el prestigio adquirido por Bernarda Ramírez le permitía ser reclamada para actuar más allá de los Pirineos, no menos solicitadas en la misma corte española fueron Francisca (de) Bezón y Bernarda Manuela la Grifona, protagonistas asiduas de los escenarios cortesanos, como testimonia este Aviso de Barrionuevo del 9 de enero de 1658: 

 

El día de San Blas se van los Reyes al Retiro, y a los 8 de febrero a la comedia grande, que costará 50.000 ducados, de tramoyas nunca vistas ni oídas. Entran en ella 132 personas, siendo las 42 de ellas mujeres músicas que han traído de toda España, sin dejar ninguna, Andalucía, Castilla la Nueva y Vieja, Murcia, Valencia, y entre ellas ha venido la Bezona, muy dama de Sevilla, y la Grifona, que se escapó de su encierro; con que la fiesta será grande y durará las Carnestolendas hasta el día de Ceniza para que todos la gocemos.

 

La importancia de Francisca (de) Bezón en las representaciones celebradas en la Corte se ve confirmada por otros dos documentos del período relativos a las fiestas cortesanas, fechados precisamente en julio de 1679, año en que el condestable de Castilla respondía al rey en relación a la petición que la actriz le había solicitado para que se le hiciera merced de una ración para seguir en la profesión ya que, por el largo tiempo en que había estado enferma, no disponía de los medios suficientes para mantenerse en el oficio. En su respuesta, el condestable no sólo respondía al monarca declarándose favorable a conceder a la actriz la ración “ordinaria por tiempo de vn año” para “seruir en las fiestas referidas y en los demas festejos que se hicieren a V. M.”, sino que evidenciaba la importancia de la actriz en este tipo de festejos, considerándola “parte tan esempcial y menesterosa, asi para la musica como para la representacion y lucimiento” de las fiestas cortesanas y, en particular, en las que se estaban previniendo con motivo de la entrada de la reina en la Corte aquel año, y el grave prejuicio que ocasionaría la marcha de Madrid de la Bezona.

Si el valor de Francisca (de) Bezón en las representaciones cortesanas queda patente en los documentos citados, no menos relevante fue el hecho de que se requiriera su presencia en los prestigiosos autos del Corpus madrileño, presencia que podemos documentar casi de forma continuada desde 1658 hasta 1691 y que igualmente era exigida en aquellas ocasiones en las que sus condiciones de salud le impedían representar, obligándola a alejarse de la escena. No extraña constatar, por tanto, cómo en 1691, cuando ya se había retirado del oficio “por sus achaques y avanzada edad”, fue solicitada por los encargados del Corpus de Madrid para actuar en los inminentes autos en sustitución de otra actriz, así  lo corroboramos en el caso de la Grifona requerida en el tablado del Corpus de la capital en 1671 a pesar de “sus muchos achaques”.

Ni las condiciones de salud, ni la avanzada edad eran, por tanto, factores determinantes para que un actor o actriz de fama pudiesen temporalmente abandonar el oficio si las autoridades del Corpus o de la Corte los llamaban a actuar, como muestra el caso ya referido de Juan Rana, que retirado con más de ochenta años, y cuando ya sus piernas no le sostenían, tuvo que volver a representar porque “mandaron los Reies que saliera en vna fiesta del Retiro [...] y le sacaron en vn carro”.

Como Francisca (de) Bezón, Bernarda Manuela y el propio Cosme Pérez,  fueron muchas las actrices que habían sido asiduas protagonistas de las representaciones celebradas en la Corte que se vieron forzadas a representar a instancia de las autoridades competentes incluso cuando sus personales condiciones de salud o su edad avanzada ya las había obligado a retirarse de la profesión. Fue éste el caso, por ejemplo, de la “exzelente musica” Luisa (de) (la) Cruz, la cual “estando retirada de la comedia mando Felipe IV que saliese en la que se hizo en el Retiro de Andromeda y Perseo”. Y también lo fue, probablemente, el caso de María (de) Navas, actriz que indudablemente gozaba del aprecio real como testimonia el “propio”[13] que, en abril de 1704, el clavario del Hospital General de Valencia envió a Madrid porque el rey había mandado llamarla para que trabajase en la Corte. Esta misma actriz, como sabemos, también por su precario estado de salud, años más tarde, en 1712, se vio obligada a abandonar el oficio, pero volvió a él ocho años después, en 1720, a grandes expensas de su estado físico y propia vida.

La posibilidad de ser nuevamente solicitadas en la Corte con posterioridad a su retiro de la profesión pudo estar en la base de la decisión de algunas de estas actrices renombradas a desvincularse del oficio de forma paulatina, sin ligarse a una compañía durante toda la temporada teatral, sino tomando parte como sobresaliente, es decir, como fuerzas adicionales de lucimiento en su respectiva especialidad, únicamente en aquellas representaciones teatrales en las que su presencia era fuertemente requerida, como lo eran las realizadas en la Corte. Así lo hicieron Isabel (de) Vivas, Luisa López (Sustaete) y otras actrices de la época, entre ellas: Alfonsa (de) Haro (y Rojas), Paula López (del Corral), Josefa Laura, Micaela Fernández (Bravo), María (de) Cisneros, María Navarro, Josefa de San Román, María (de los) Santos  y Feliciana de Ayuso.

Si la presencia constante de estas actrices en el marco de estos importantes festejos teatrales es un claro indicio de su calidad como profesionales de las tablas, del triunfo de algunas de ellas en los escenarios dan cuenta también otros elementos, que en la mayoría de los casos no hacen más que ratificar la importancia que muchas de las actrices ya citadas tuvieron en la escena durante el periodo que nos ocupa. Entre ellos cabe destacar su presencia y actuación en las numerosas fiestas que se celebraban alrededor de los circuitos teatrales con ocasión del Corpus, de la octava o de otras fiestas[14] en las que tomaban parte bien como miembros de alguna agrupación contratada por las diferentes cofradías, bien de forma individual, es decir, sin estar vinculadas a ninguna compañía en concreto y colaborando, a veces, junto a otras actrices y músicos, en representaciones realizadas por aficionados.

Estas últimas representaciones estaban, según Davis, totalmente monopolizadas por actrices y músicos más que por actores, actrices que eran contratadas, como se ha dicho, de forma individual y que llegaban a representar de forma autónoma sin depender necesariamente de un director de compañía. La importancia de algunas de las actrices que tomaron parte en representaciones de pueblos queda manifiesta en los casos en que se les asignaban los principales papeles de dama (papeles, pues, que no llegaban a tener las restantes actrices –una o como mucho dos– también contratadas para la misma ocasión) o que se las contrataba como únicas actrices invitadas para lucir las fiestas a las que eran llamadas para representar.  

Si del primer caso es representativo el ejemplo de Rufina García, que en 1653 siendo “soltera y mayor de 25 años” se comprometía a participar en las fiestas del Corpus de Santa Olalla (Toledo), en las que se harían tres comedias con bailes y entremeses, representando primeras damas, del segundo caso es sumamente ilustrativo el ejemplo de María de Córdoba, la cual participó individualmente en dichas representaciones bien comprometiéndose a través de su esposo, que se obligaba en su nombre (como sucedió en 1635, en 1637 y en 1642), bien de forma autónoma, es decir, obligándose (con o sin el poder que el marido le otorgaba) en su propio nombre como única actriz de fama de las representaciones en las que era requerida, como ocurrió –entre otras ocasiones– también en 1632, año en que la actriz se comprometió a “ir para el día de las Candélas de 1633 á la villa de Daganzo de Arriba para representar, cantar, bailar, ayudando en dos comedias que allí se han de hacer en dicho día, dando además los vestidos que se necesiten...”, haciéndose constar en la misma escritura, que “han de llevar y traer á la dicha María de Córdoba y dar la comida a ella y a una criada y pagarle además 800 reales...”.

Si el reconocimiento de actriz afamada se ve ratificado en el caso de Amarilis, así como en el de otras actrices acreditadas, por el hecho de ser la única actriz de prestigio invitada a representar en determinadas fiestas organizadas por vecinos de pueblos aficionados al teatro, su importancia como actriz reconocida se evidencia también cuando participaba en las representaciones organizadas por las cofradías de los pueblos como miembro de la agrupación de su esposo, es decir, el autor Andrés de la Vega, único caso documentado de autor en la época que tenía “a su cargo dos compañías de representación: una, de las doce [de título] y otra de la legua”, esta última, la de la legua, dedicada exclusivamente a representar en pueblos de alrededor de Madrid. La presencia de María de Córdoba como pieza fundamental de la agrupación conyugal en las fiestas de pueblos queda manifiesta en los numerosos contratos estipulados entre Andrés de la Vega y las diferentes cofradías de festejos de pueblos, en los que se hacía explícita mención de la presencia de la actriz en las representaciones por ellas organizadas, como se evidencia en dos escrituras de 1644. En la primera, fechada en Madrid el 27 de febrero, se indicaba, de hecho, que a la compañía de Andrés de la Vega se le pagarían 2.300 reales y que “en todas ellas [las comedias] estará la muger del dicho autor”, lo que se vuelve a ratificar en la escritura del día siguiente, 28 de febrero, en la que se especificaba que a la agrupación de este autor se le pagarían 200 ducados “y lleuará en dicha su compañía a María de Córdoua su muger”.

La presencia de Amarilis en la compañía del cónyuge con ocasión de algunas fiestas de pueblos era tan importante que hasta influía en la cantidad que recibía el autor y su agrupación, como muestra una obligación de 1642, cuando Andrés de la Vega se comprometía a acudir a El Escorial con su compañía para realizar tres representaciones durante la octava del Corpus, cobrando por ello 3.600 reales con la condición de que “lleuará a María de Córdoua su muger que represente en la dicha fiesta”, especificándose también que “si la dicha María de Córdoua no fuere a la dicha fiesta a representar en ella el dicho diputado no a de pagar por esta fiesta más de tan solamente 2.000 reales”. La oscilación de las cantidades pagadas a Andrés de la Vega en relación con la presencia de su esposa en la agrupación dependía, por tanto, de la calidad y del renombre que Amarilis había alcanzado en el oficio y en su papel, como se evidencia por las cantidades elevadas que recibía al actuar de forma autónoma en ocasión de cada fiesta realizada en pueblos, cantidad que sólo en su caso superaba los 500 reales por representación.[15]

El papel fundamental que otras actrices (y actores) de aquel entonces tuvieron en el ámbito de las compañías en que actuaban queda confirmado también en otras escrituras de la época en las que se estipulaba, como requisito fundamental por la contratación de estas compañías, la presencia imprescindible de un determinado actor o actriz de calidad. Así, por ejemplo, al contratar la agrupación de Sebastián de Prado en 1651, el administrador de la casa de comedias de Toledo consideraba tan imprescindible la presencia de su actriz principal, Juana de Cisneros, que obligó a su autor a comprometerse para que “en la dicha compañía yrá a hazer las dichas 30 representaciones Juana de Zisneros, primera dama della”.

Como sugieren estos ejemplos, la importancia de algunas actrices (y actores) en la actividad teatral de la época se ve confirmada también por su presencia en determinadas fiestas y representaciones teatrales, así como en el seno de las agrupaciones de las que formaban parte y de las que probablemente constituirían piezas claves para la puesta en escena de determinadas obras y un atractivo extraordinario para el público, tanto que algunos autores ponían en los carteles los nombres de los más afamados representantes de aquel entonces para así atraer más público a la representación de sus comedias. Es lo que testimonia el entremés Los volatines, pieza que Antonio Solís escribió para Juan Rana y en el que se destaca el atractivo que para el público suponía la presencia de este gracioso en una compañía de aquel entonces, hasta el punto de que el personaje de Bernarda bromea con la utilización del nombre del actor (Juan Rana) como cebo para el público en los carteles que anunciaban las comedias en los teatros: así uno, “para juntar mucho pueblo / ponía que con Juan Rana / servía un autor, y luego / acabada esta comedia / el otro ponía lo mesmo”. Atractivo que tenía como consecuencia más inmediata, desde un punto de vista económico, la mayor cantidad de dinero recaudada por el autor de la compañía en que la actriz (o actor) actuaba, como muestra claramente el caso de la Baltasara, actriz que consiguió sus grandes triunfos siendo miembro de la compañía de Heredia (en la que representó primeras damas y otros papeles vestida de hombre, montando a caballo, haciendo de valiente en retos y desafíos), “en la qual era tan importante, que, si se retiraba de ella, no quedaba quien desempeñase sus arcas [esto es, quien pagase las deudas del Autor]. Esto decía su marido en la comedia [La Baltasara] que se compuso de su muger. Tal era el concurso que atraia...”.

Si por un lado las autoridades competentes, que al contratar a una determinada agrupación, eran quienes imponían la condición de que en ella actuase una determinada actriz (o actor) de fama reconocida, por otro lado, muy a menudo, la ausencia imprevista de la actriz acreditada ocasionaba la suspensión de las representaciones en las que ésta actuaba, sobre todo si dicha actriz era muy querida por el público, que difícilmente aceptaba verla suplantada sin mostrar su descontento. Es lo que ocurrió en 1677 en Sevilla cuando la actriz María (de) Álvarez la Perendenga, segunda dama de la compañía de Félix Pascual, fue detenida por los tenientes de la ciudad mientras estaba trabajando en el corral de la Montería. Ante este hecho, el teniente de alcaide protestó enérgicamente por considerar dicha detención “muy perjudicial para la Real Hacienda y estimación de las comedias”. Y, efectivamente, el público del corral sevillano, al ver sustituida a su estrella por otra actriz, desertó de la representación de aquel día y la del siguiente.

Si la imposibilidad de sustituir a la actriz acreditada de la agrupación determinaba que ésta siguiera representando, en otras la importancia de la representación, y probablemente la conciencia del autor y de las autoridades encargadas de no poder sustituir inmediatamente y dignamente a la actriz de la compañía, los obligaba a intervenir para que la misma representara a pesar de la situación o de las condiciones en que se encontraba, algo que no sorprende si consideramos el poder que algunas autoridades teatrales, entre ellas la Comisión del Corpus, la Ciudad de Madrid o la propia Corte, ejercían en estos casos. Así, si el aborto de la Bezona en 1660 había impedido que la compañía de la que era miembro siguiera representando en los corrales madrileños, dos años antes, en 1658, otro aborto de la actriz, en proximidad al Corpus madrileño, hacía intervenir directamente al Comisario de la fiesta para convencerla de que mantuviese su compromiso de representar en los autos, como testimonia un Aviso de Barrionuevo del 19 de junio de ese año: “malparió la Bezona dos días antes del Corpus, y para que se animase a representar los autos, le envió José González 400 reales como Comisario que era de ellos, como el más antiguo del Consejo”. Intervención desde la cúpula organizativa que vemos confirmada también en otros casos, como en el de Teresa de Robles, a la que, en 1688, se le mandaron dar 340 reales de vellón “para curarse y porque entrare en las compañías [de los autos del Corpus de ese año] para hacer terceras damas”.

El hecho de que se ofreciera una cantidad de dinero a Teresa de Robles para “curarse” y que así pudiese representar en los autos del Corpus, o el hecho de que el Comisario del Corpus ofreciera una compensación a la Bezona para que desistiera de la intención de no representar en la misma ocasión, no sólo encontraba justificación en la inminente representación de los autos y en la importancia misma de estas representaciones, sino también, en la posibilidad de contar con una actriz de fama acreditada que luciera con su actuación las piezas y las fiestas en las que tomaba parte y agradase al público. Una compensación que, por tanto, no sorprende y que se añade a los numerosos privilegios y favores (no sólo económicos) con que las diferentes autoridades trataban de asegurarse, no sólo con medios coercitivos, la presencia de actores y actrices de primera fila para que representaran en una ocasión de suma importancia desde un punto de vista social y religioso o para que desistieran de su intención de abandonar la profesión por no poseer, al parecer de los mismos actores, suficientes medios económicos para mantenerse en ella. Se explican así las ayudas pedidas y concedidas por merced del rey a los actores más afamados de la época. Muestra de ello son las que recibieron Cosme Pérez, Gregorio de la Rosa, Sebastián de Prado, Francisca (de) Bezón o Manuela (de) Escamilla. Tampoco debemos olvidar los consabidos regalos que se les ofrecían para animarse a representar cuando estaban enfermos. Regalos, joyas o cantidades de dinero que también se libraban para los lujosos trajes que las actrices debían llevar en escena en ocasión de prestigiosas representaciones. Los beneficios que todo ello reportaba a las actrices de primera fila, si su salud les permitía una vinculación estable a la profesión, se ponen de relieve en algunos testamentos. Entre ellos, el de Margarita de Quiñones, madre de la actriz María (de) Quiñones (Núñez Vela), la cual, en sus últimas voluntades, fechadas en Madrid en 1648, declaraba que:

 

por fin y muerte de Juan Fernández Núñez Bela, mi marido, no quedaron bienes de consideración y mis vienes dotales constante matrimonio se consumieron, y los que quedaron, que fueron de poca consideración, se los di a Jacinto Núñez Bela, mi hijo lijítimo, y luego mi hija, María de Quiñones, su hermana, me llebó en su compañía y me a tenido en su casa, dándome de comer y de bestir, sin que yo entrase en su poder vienes ningunos, y con [sic] esta razon yo no tengo con qué poder enterrarme, y ella tiene por bien de hazer por mí lo que hordenare en beneficio de mi alma, y azetando esta promesa quiero y es mi voluntad que cuando su Dibina Magestad fuere seruido de me llebar desta presente vida mi cuerpo se sepulte en la yglesia del Conbento de Trinitarios Descalços desta villa de Madrid debajo de vna de las pilas del agua bendita de la dicha yglesia [...] Yten, declaro por la razones que tengo dichas que la casa en que de presente vibo en la calle del Niño pertenece a la dicha María de Quiñones Núñez Vela por cláusula del testamento debajo de cuya dispusición murió María Gabriela con las obligaciones que dispuso, a que me refiero, y toda la hazienda que en ella ay [sic] es de la dicha mi hija, adquirida mediante el vso de la representación, en que se a exercitado, trabajo e industria suya, porque yo no entré en su poder vienes ni hazienda ninguna, porque las pocas alajas que tenía se las di al dicho mi hijo.

 

Lo mismo vemos confirmado en el testamento de la actriz Luciana de Castro (y Salazar), madre de la también actriz Luciana Mejía, fechado en Madrid en 1658, en el que hacía constar que

 

los vienes que oy ay y tengo en mis casa, como son camas, bestidos y cosas de oro, son de la dicha Luciana Mexía, mi hixa, y las pinturas y ropa blanca, que lo a adquirido de sus fiestas y ocupación que a tenido en el vso de la representación, y yo no tengo más vienes que los enpeñadas y dicha plata […] Declaro que desde que murió el dicho Antonio Mexía, mi marido, la dicha Luciana Mexía, mi hixa, me a sustentado y a los demás mis hixos, y a echo por todos nosotros lo que a podido de su dinero, haziendo con todos nosotros como buena hixa.

 

Los privilegios económicos de los que gozaban algunas actrices afamadas se sumaban a los elevados salarios que la mayoría de ellas (y de los actores) que participaba en estos eventos recibía en relación al papel que desempeñaban, a su importancia en la profesión, al renombre que habían adquirido en la misma y a la calidad de las compañías y fiestas en las que actuaban. Su nombre les permitía obtener, por consiguiente, toda una serie de beneficios económicos, profesionales y personales que estaban fuera del alcance de la mayor parte de los actores. Su renombre a nivel profesional podía concretarse en la posibilidad, por parte de las actrices más acreditadas, de imponer algunas condiciones en el momento de ser contratadas como miembro de alguna agrupación o para representar en ciertos festejos. No sorprende constatar, pues, que ya en 1619, al ser contratada para trabajar en la compañía de Fernán Sánchez de Vargas, Ana Cabello impusiera como condición de su contratación que se le dieran “los primeros papeles de muger sin podérselos quitar porque así están de acuerdo y concierto y debaxo de esto se ha de efectuar este asiento”. Condiciones parecidas las encontramos también en la obligación que Dorotea (de) Sierra (Ribera) firmaba en 1630 con el autor Damián Arias, en la que se hacía constar como requisito fundamental para que la actriz renovara su contrato que sólo haría los terceros papeles, “con que no sean menos”, y no papeles de inferior categoría.

Un poder contractual que evidentemente nacía de la conciencia, por parte de algunas de estas actrices, de su prestigio, de su valor como profesionales del teatro que les permitía imponer sus condiciones respecto a los papeles que debían representar o a las cantidades que debían cobrar en relación a su trabajo y calidad en escena, como evidencia claramente el caso de las hermanas Ángela y Beatriz (de) Inestrosa, conocidas como las Portuguesas, las cuales en marzo de 1639 habían acordado con los Comisarios del Corpus “asentar” en la compañía de Manuel Vallejo durante ese año e ir a ensayar, estudiar y hacer “todo lo demas que les toca”. Sin embargo, habiendo sabido los Comisarios que ninguna de las dos actrices cumplía lo acordado, les notificó que cumplieran el concierto bajo pena de 200 ducados a cada una y que si de ahí al día siguiente no acudían a lo que Manuel Vallejo les ordenara, se las encarcelaría en su casa. Recibida esta orden las dos actrices respondieron que los Comisarios habían sido mal informados, porque aunque se había acordado quedar en la compañía de Manuel Vallejo no se había ajustado con ellas la cantidad que debían ganar, “y asi dandoles la que se da a otras de su calidad estan prontas de servir en la dicha compañía”. Una conciencia sobre el propio prestigio en el oficio teatral que ya manifestaba tempranamente la actriz italiana Barbara Flaminia, cuando en 1575 reclamaba una mayor retribución económica a su esposo Ganassa tras haber obtenido la joya en el Corpus de Sevilla de ese año, “abida consideraçión al mucho trabajo, cuidado y diligençia con que siempre e ayudado al dicho mi marido”.

Si las condiciones profesionales dictadas por algunas actrices (y actores) acreditadas estaban directamente relacionadas con su prestigio en la profesión, en algunas ocasiones ese mismo prestigio y el aprecio de la familia real, también los protegía de algunas acusaciones, como testimonia el caso de Cosme Pérez, de cuya popularidad se vio beneficiada directamente su sobrina Bárbara (de) Coronel, la cual “fue casada con Francisco Jalon a quien ella mató con aiuda de un mozo apuntador con quien ella tenia correspondencia. Dieronla sentencia de muerte y estando para executarla en Guadalaxara pidió por ella el Rey [sic, por “al Rey”] Juan Rana y se libró del suplicio”. Protección de la que igualmente se vio beneficiada Bernarda Manuela la Grifona, la cual, a pesar de encontrarse presa en la cárcel de la Corte en agosto de 1654 y ser condenada al “emparedamiento de Baeza” por su relación con el duque de Frías, don Iñigo Fernández de Velasco, fue librada de tal “encerramiento cruel” por intervención de la reina, como hace constar Barrionuevo en un Aviso del 9 de diciembre de ese mismo año: “Su Magestad, a instancia de la reina, envió a mandar volver a la Grifona desde la mitad del camino. Todo es comedia en Madrid, sin haber más firmeza en las cosas que en el aire que corre”, y anotando en otro Aviso del 23 de diciembre que la actriz estaba detenida en Toledo, comentaba con ironía la situación provisional en la que la misma se encontraba y que, a su parecer, cambiaría con ocasión de “la primera fiesta que haya en Palacio” cuando “enviarán por ella”. Algo que no sorprende si consideramos que ya un año antes, y precisamente en marzo de 1653, Antonio de Rueda, como arrendador de los corrales de comedias de Madrid, lograba que Jerónima de Vargas, madre de la ya afamada actriz, sacara a su hija del convento de Bernardas de Pinto, en el que se encontraba por orden del presidente de Castilla, para que representara en Madrid hasta Carnaval del año siguiente en la compañía del mismo Rueda o en las compañías que el arrendador llevase a la corte. De estas condiciones ventajosas gozó en más de una ocasión también otra conocida actriz, la célebre María de Heredia, que, al igual que la Grifona, fue retirada de la reclusión de la galera y del emparedamiento de Baeza en que había sido detenida en varias ocasiones por sus relaciones con personajes conocidos del Madrid de la época, entre ellos don Gaspar de Valdés, regidor de la Villa y alcalde de sus cárceles, y don Juan de Ochandiano, regidor de la ciudad. Aunque se trate de casos y situaciones excepcionales dentro de la profesión, ponen de manifiesto el grado de cotización en el panorama profesional de algunas de estas actrices, así como el acceso a una red de influencias gracias a su profesión, que en determinados momentos pudo resultarles beneficiosa e incluso librarlas de la cárcel, creando la impresión entre contemporáneos como Barrionuevo de que algunos actores podían quedar, por la protección de que gozaban, fuera del alcance de la justicia.

 

Si del talento en el arte de representar derivaba en buena medida el bienestar económico y personal de aquellas actrices (y actores) que se impusieron en el oficio teatral de la época, sin embargo, de su habilidad en el arte teatral dependía fundamentalmente su carrera como intérpretes, talento que podía consagrarlas como grandes protagonistas de las tablas, pero también destinarlas, al mismo tiempo o una vez abandonada la escena, a funciones que iban más allá del escenario y que les permitirían dirigir o compartir la dirección de su propia agrupación, al igual que lo hicieron algunas de aquellas actrices que, siendo menos válidas en el arte de representar, sin embargo, se impusieron en el oficio como autoras de comedias, y a ellas dedicamos el capítulo que sigue.  



[1] Recordemos que las actrices elogiadas por este autor fueron Ana de Velasco, Mariana Páez (de Sotomayor), Mariana Ortiz (y de León), Mariana Vaca, Jerónima (de) Salcedo, Juana de Villalba, Mariflores [María Flores], Micaela (de) Luján, Ana Muñoz, Josefa Vaca, Jerónima de Burgos, Polonia Pérez, María de los Ángeles y María de Morales.

[2] “Representola Morales, y hizo la gallarda Iusepa Baca à doña Eluira”.

[3] Que le dedicaría un romance jocoso (recogido en el Parnaso español), aunque profundamente admirativo, como indica el mismo título del romance que iba dirigido A Maria de Cordoba, Farsanta insigne, conocida con el nombre de Amarilis.

[4] En los supuestos elogios poéticos a las Rimas de don Juan de Moncayo y Gurrea, publicadas en 1652, escritos por siete mujeres, aparecen los nombres de tres comediantas: María de Córdoba, Jacinta (María) de Morales y Juana Vázquez. En el panegírico de María de Córdoba que precede a su supuesto soneto, así se alaba su habilidad canora: “Si por la voz el ruiseñor es el dulce hechizo de la primavera, ¿qué será de Amarilis la voz?”. En el entremés El Licenciado Mochín es alabada con los siguientes versos: “Canten un tonillo alegre / que cause silencio, que mueva afición / porque si Amarilis canta / los vientos se paran oyendo su voz”.

[5] Dichas alabanzas se revelan también en la portada de un manuscrito de la comedia, conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, en la que se lee: “Fallo que juro a Dios que yo lloro. La S[eño]ra M[arí]a de Córdoba, famosa representanta”. 

[6] Del triunfo de algunas actrices en los escenarios de su tiempo da cuenta también el hecho de que éstas llegasen a representar, y a estrenar, piezas de cierto prestigio ya fueran autos o piezas cortesanas, y de afamados autores de la época, como lo furon Lope, Calderón o Zorrilla, interpretaciones que, en la mayoría de las veces, como es de esperar, eran premiadas, como sucedió, sólo por citar un ejemplo, en el caso de la propia María (de) Riquelme, premiada por su interpretación en el papel de Casandra en El castigo sin venganza de Lope. Entre las actrices que a lo largo del Seiscientos fueron destinatarias de piezas de dramaturgos de relevancia recordamos a María López (Sustaete) para quien Calderón escribió el entremés El sacristán mujer; la actriz Francisca (de) Paula (Agustín), para la cual Benavente escribió dos jácaras, una cantada y titulada Jácara que cantó en la compañía de Bartolomé Romero Francisca Paula, y la otra titulada Doña Isabel, la ladrona que azotaron y cortaron las orejas en Madrid, mientras que diferentes fueron las piezas, y papeles, que se escribieron para Manuela (de) Escamilla ya desde pequeña, entre ellas, el entremés de Jerónimo de Cáncer titulado Juan Ranillas.

[7] Muchos son también los elogios dirigidos en la época a esta actriz. Entre ellos los de Juan Pérez de Montalbán que en su obra Para todos (1632) afirmaba que la actriz, “única en todo”, representó “con grande acierto” su No hay vida como la honra. Asimismo, la celebraba años más tarde Marco Antonio Ortí en su Siglo cuarto de la conquista de Valencia, obra en la que alabando calurosamente la representación que en 1638 se hizo de El gusto y disgusto no más que imaginación de Calderón, elogiaba la “bizarría, donayre y gala” de Antonia (Manuela) Catalán en su papel. 

[8] Para un estudio más detallado de los mecanismos de transmisión de los apodos entre los actores de la época, así como los de acuñación de algunos de ellos, remito a mi artículo ya citado “Apodos de los actores del Siglo de Oro: procedimientos de transmisión”, en que se adjunta, además, un Apéndice en el que se recogen los apodos de los actores y actrices de la época junto a su correspondiente nombre de pila y apellido.

[9] Entre las demás actrices que en estas primeras décadas del Seiscientos participaron en varias ocasiones en las representaciones del Corpus, recordamos a Ana Cabello, Jerónima de Omeño, Francisca Muñoz, María (Ana) de Ribera, las ya mencionadas Isabel Ana, mujer de Bartolomé de Arce y María de los Ángeles, Vicenta de Borja, Francisca de San Miguel, María (de) Coronel, Ana de Coca y María (de) Candado, conocida como Maricandado

[10] Asimismo consta una orden de febrero de 1665, en que los Comisarios “mandaron que la persona de Mariana Borja sea presa en la Carzel real desta villa y depositada en parte segura donde se obligue quien la tubiere a que la tendra de manifiesto para el efecto que esta embargada, y que asimismo se le embarguen los vienes y hazienda que tiene suya en casa de Juan de Ayola y la que asimismo tiene de Garzeran, autor de comedias, que pretende llebarse a la dicha Mariana Borja sin embargo del embargo hecho por esta Villa, y si el susodicho estubiere en ella se embargue su persona aperzibiendole no haga compañia ni saque persona alguna hasta que esten formadas las compañias desta Corte, pena de 500 ducados y que se proçedera contra el por todo rigor de derecho”.

[11] Otras actrices fueron requeridas en las representaciones del Corpus madrileño aunque por un número de veces inferior al de las actrices arriba mencionadas, presencia que, sin embargo, es igualmente significativa si tomamos en cuenta que protagonizaron o fueron solicitadas en dichas actuaciones constantemente, casi año tras año a lo largo de una misma década. Tal es el caso de Francisca Águeda, María (de) Valdés, Paula López (del Corral), Isabel de Gálvez, Isabel de Góngora, Josefa (de) Lobaco, María de Escamilla, Francisca Verdugo, María (de) Álvarez, la Perendenga, Luisa Romero, Bernarda Ramírez, Jerónima de Olmedo, Andrea (de) Salazar, Antonia de Santiago, Luisa López (Sustaete), Mariana Romero y Ana de Andrade.

[12] Otras actrices que igualmente tomaron parte en las representaciones cortesanas, aunque con menor asiduidad respecto a sus contemporáneas citadas, fueron María (de) Álvarez la Perendenga, Fabiana (de) Laura, Mariana Vaca (de Morales), María de Escamilla, María de Prado, Alfonsa (de) Haro (y Rojas), Eufrasia María (de) (la) Reina, Francisca Verdugo, Josefa López (Sustaete), Luisa Fernández, Francisca Águeda, Antonia de Santiago, Sebastiana Fernández, Francisca (María) López Guantes de ámbar, Antonia del Pozo la Patata, Juana de Cisneros, Josefa de San Miguel, María (de) Valdés, Sabina Pascual, Margarita Ruano, Josefa Laura, Isabel de Castro, Francisca (de) Monroy la Guacamaya y Paula María de Rojas, Sabina Pascual, Josefa Laura, Margarita Ruano, Isabel de Castro y Paula María de Rojas.

[13] “Propio”, sic por “proprio”: “Usado como substantivo se llama el corréo de à pie, que alguno despacha para llevar una ò más cartas de importancia”.

[14] Junto con la del Corpus (víspera, día y octava), las demás fiestas importantes celebradas en los pueblos correspondían, según el estudio realizado por Davis, a la de Nuestra Señora de Agosto, Nuestra Señora de Septiembre (es decir, la Asunción y la Natividad de la Virgen), y Nuestra Señora del Rosario (celebrada a principios de octubre). Luego había toda una serie de “fiestas ordinarias” término que debía de abarcar cualquiera de las otras que solían celebrarse como, por ejemplo, la Candelaria, el Domingo de Cuasimodo, Santiago y Santa Ana.

[15] Las cantidades elevadas pagadas por los autores de la legua para disponer de actores de fama en sus representaciones en pueblo justificaba las elevadas cantidades que el mismo Andrés de la Vega estaba dispuesto a pagar a la actriz Antonia (Manuela) Catalán en 1637 para que formara parte de su agrupación durante el Corpus, su víspera y la octava “para hacer todas las fiestas que tubiere y representar en ellas los papeles que le fueren repartidos,” cantidad que ascendía a 1.650 reales, más 10 reales de ración y la mitad de los beneficios netos del autor.