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2.2.1.3. ...y las esclavas

 

 

En la época que estudiamos los esclavos se circunscribían fundamentalmente al servicio doméstico. Al igual que algunos criados libres, tenemos constancia que también algunos de ellos, o de sus hijos, llegaron a convertirse en profesionales de la escena.

Los esclavos constituían uno de los grupos más marginados del siglo XVII y ocupaban las capas más bajas de la jerarquía social de la España de aquel entonces. Su presencia en la Península era muy numerosa, sobre todo en las grandes ciudades del sur, y entre ellos destacaban en particular los negros y los musulmanes. Durante los siglos XVI y XVII en las ciudades andaluzas, particularmente en Sevilla, se encontraba el mayor mercado de esclavos negros de España, introducidos en la Península a través de Portugal. Maximiliano Barrio Gozalo afirma, de hecho, que en 1563 vivían en el Reino de Sevilla 14.670 esclavos y que sólo en la ciudad de Sevilla había 6.327.

El mayor porcentaje de esclavos presentes en el sur de España no se explica sólo por su cercanía a Portugal, sino también por su cercanía a Berbería que, junto a Portugal, era el principal mercado abastecedor de la época. Además de los esclavos negros, había esclavos blancos, estos últimos generalmente musulmanes y de diversa procedencia. Predominaban fundamentalmente en Málaga y en Granada donde su presencia se hizo notar, con especial relevancia, tras la guerra (1568-70) y expulsión de los moriscos (1609) y durante el siglo XVII, cuando muchos de ellos fueron cautivados y entregados a las comunidades como esclavos, como sucedió con los cautivados en la guerra de Berbería y en la batalla de Lepanto (1571). Sin embargo, según Muñoz Buendía, la presencia de los esclavos moriscos en los albores del siglo XVII se difuminó poco a poco debido, al menos en parte, a las diversas expulsiones oficiales, siendo sustituida por la de los esclavos berberiscos traídos del norte de África y por la de los negros.

A partir de la expulsión de la población morisca, los esclavos negros ocuparon en España sus espacios y ámbitos laborales, como prueba el que su presencia se registre fundamentalmente en los talleres y en los campos, así como en los trabajos en beneficio de la Corona, por ejemplo, en el servicio de las galeras y en la construcción de obras públicas. El descenso numérico que se produjo a mediados del siglo XVII y el consiguiente aumento de su precio, les confirió, además, un valor añadido: el de convertirse en icono del poderío económico de aquellos que los poseían. Por tanto, al menos en las grandes ciudades y en la Corte, cumplían una doble función, consistente en prestar servicio y proporcionar prestigio, como bien ha sintetizado Bartolomé Bennassar.[1] Y, de hecho, eran las clases más acomodadas de la sociedad las que contaban con una servidumbre formada por esclavos, entre ellos algunos autores de comedias y actores/actrices principales que, como los demás dueños de esclavos, consideraban a estos últimos entre sus bienes personales más preciados y los hacían objeto de sus negocios personales, siendo su compra-venta uno de los negocios más lucrativos con los que podían contar. Es lo que muestra el testamento de Jerónimo Velázquez, fechado en Madrid en 1610, en el que este afamado autor declaraba que “tengo por vienes míos propios las casas en que vivo […] Miguel Jerónimo e Maria Bernarda, mis esclavos, hijos de Maria Buzio, mi esclava”.

El valor de los esclavos cambiaba según su raza, según su sexo y según su edad, por lo que su precio de cotización iba en aumento progresivo conforme a la edad y según el sexo. La esclava, tanto niña como adulta, alcanzaba más cotización que el varón por regla general, un tercio más.[2]

El gran valor que los esclavos llegaron a tener determinó que se convirtieran en objeto de especulación, de ahí que sus dueños intentasen rentabilizar este negocio al máximo. Sobre todo en los casos en los que poseían a una esclava joven, cuyo valor aumentaba según su fertilidad, ya que al engendrar nuevos hijos su dueño tendría otros pequeños esclavos para vender.

Los actores de la época también aprovecharon el negocio lucrativo que la venta de las esclavas les ofrecía. Así lo constatamos en un documento de 1638, relativo a la venta de una esclava que había pertenecido a Antonia (Manuela) Catalán, actriz y mujer del conocido autor Bartolomé Romero:

 

Doña María de Albear, viuda de Antonio Bermejo, vende a doña Juana de Bobadilla, viuda del Lic. Melchor de Molina, “vna esclaua negra atezada llamada Esperanza, que es de edad de 22 años, poco tienpo más, qu[e] está preñada, que la vbe y conpré de Antonia Manuela, muger de Bartolomé Romero, autor de comedias, por escritura que a mi fauor otorgó en esta villa de Madrid a 28 días del mes de julio próximo pasado deste presente año de la fecha ante Francisco de Peralta, scriuano de S. M., ratificada por el dicho Romero en la ziudad de Valencia ante Joseph Giner, notario y escriuano público della, por precio y quantía de 1.500 reales”.

 

En otras ocasiones tenemos constancia de cómo los actores, conociendo el valor de las esclavas con prole, las compraban junto a sus hijos, sobre todo cuando estos últimos eran a su vez niñas, lo cual era una garantía de que su precio aumentaría con el tiempo. Las buenas actitudes de la esclava y buen estado de salud contribuían, con seguridad, a acrecentar su valor y facilitar su venta. Así en 1585, el autor de comedias Bernardino Velázquez compraba, por el precio de 1.100 reales, de Antonio Torres, mercader de lencería y vecino de Lisboa, a “una esclava negra atezada que ha por nombre Esperanza de veinte años o diecinueve, no es ladrona, ni borracha, ni fugitiva, ni tiene mal de gota coral, desmayos ni otras enfermedades contagiosas, habida en buena guerra y os la vendo con una criatura mulatica hija de la dicha Esperanza que ha por nombre Catalina de Santos de siete meses…”.

Siendo los esclavos bienes preciados los autores y actores los usaban como objeto de intercambio, vendiéndolos o dejándolos en garantía para pagar sus deudas cuando se encontraban en apuros económicos. Es lo que hizo el actor Juan Jerónimo de Heredia cuando en 1643 entregaba una esclava de veintisiete años a Francisco Garro de Alegría hasta pagarle los 1.366 reales que le debía, deuda por la que se le había mandado embargar y meter en la cárcel real de la Corte.

En la mayoría de los hogares urbanos los esclavos desarrollaban esencialmente funciones que se adscribían al servicio doméstico aunque su presencia en las dichas casas era también indirectamente un testimonio del bienestar de sus dueños. Margaret King afirma que en los hogares urbanos, particularmente en los del sur de Europa, generalmente había uno o dos esclavos que trabajaban con los sirvientes libres siendo la mayoría de ellos, así como las sirvientas, mujeres. Sus tareas en el ámbito doméstico eran las de lavar ropa, limpiar, cocinar y, en particular, ejercer como ayas o amas de cría de su propietario, siendo las más cotizadas para esta función las esclavas de raza negra y también, aunque en menor medida, las blancas berberiscas a las que sus amos solían otorgar libertad una vez finalizada la crianza de los pequeños.

Muchos documentos testimonian que los actores, obviamente aquellos que habían alcanzado mejor posición, así como las actrices de la época, tenían en su propia casa a esclavas empeñadas en el servicio doméstico que a veces engendraban hijos que se criaban en la misma casa del actor en cuestión, convirtiéndose, de este modo, en bienes de su pertenencia. Sabemos, por ejemplo que junto con la actriz Micaela (de) Luján vivía su esclava negra y su pequeña hija, ambas, sin embargo, fallecidas a una distancia de poco tiempo la una de la otra.

A pesar del gran valor que los esclavos tenían en la época, sus propietarios podían también decidir otorgarles la libertad como premio por su comportamiento fiel y obediente. El acto por el que se solía conceder la libertad al esclavo era por ahorramiento y éste podía realizarse a través de dos vías, por carta de ahorría, firmada por escribano público o a través de una cláusula del testamento del amo. Generalmente la carta de ahorramiento se otorgaba cuando el esclavo compraba su libertad, bien mediante el rescate de algún familiar libre o interesado que la compraba, bien por concesión gratuita del amo. En la mayoría de los casos, sin embargo, los amos concedían la libertad a sus esclavos en una cláusula de su testamento con la condición de que se hiciera efectiva al producirse su fallecimiento.[3]

Es lo que dispuso el autor Luis López Sustaete al otorgar sus últimas voluntades en 1658, cuando declaraba que:

 

…Alí esclavo mío, está libre, y de su libertad tengo hecha escriptura ante Josef de Azpeitia, escribano, á lo qual me remito, para que luego que yo fallezca, use de su persona libremente. Y le mando uno de los quatro borricos que tiene mios, escoxa el que quisiere, y ruego y encargo á Maria de Mesa que por espacio de un año despues de mi fallecimiento le tenga en su casa sin pagar alquiler, y durante este año quiero y es mi voluntad que tenga el usufructo y ganancia de los otros tres borricos, que ha de ser para él, y cumplido el año, para mis herederos….

 

La liberación llevada a cabo por testamento se convertía en una recompensa que el dueño concedía a su esclavo por su conducta leal y ejemplar y era una prueba del afecto que el amo sentía hacia su siervo que le agradecía su servicio concediéndole, antes de fallecer, el bien más preciado. El otorgante indicaba frecuentemente en su testamento la causa que movía a conceder la libertad a su esclavo. Así lo haría el propio Luis López Sustaete que en la escritura de libertad firmada ante el escribano José de Azpeitia en 1656, indicaba que su esclavo le había “servido mas de diez años bien y fielmente dandome muchos aprovechamientos”.

 

Los documentos que hasta ahora hemos aportado han constatado cómo los profesionales de la escena contaban, entre la servidumbre, con esclavos, alguno de los cuales, como se ha visto, al igual que los criados libres, prestaban servicio en sus casas.

Otros documentos ofrecen indicios de que los esclavos, como los criados libres, pudieron acompañar a los actores, sus amos, en las giras por la Península, como induce a pensar el caso de la compañía de Ángela (de) León en 1681 y de la que era miembro la actriz María Laura y “uenian con ella doña Maria Triana […] y Estefania la mulata”. Tomando en consideración las connotaciones del término “mulata”, que podría vincularse al ámbito de la esclavitud, podríamos estar ante uno de los casos en que los actores eran acompañados por esclavos.

En otras ocasiones contamos con documentos que revelan cómo los esclavos eran contratados como tales por los autores para que desempeñaran alguna función relacionada con la propia actividad teatral. Así lo muestra un contrato fechado en Sevilla en 1602, con el que Luis Téllez de Guzmán se concertaba con el autor de comedias Luis de Oviedo para servirle como “esclauo” desde la fecha de esta escritura hasta los tres meses siguientes, aceptando la obligación de poner “los carteles de las comedias en las partes y lugares desta çiudad y fuera della…, cada dia a las oras ques vso y costumbre y más tañerá el atanbor para que benga la gente a ver las dichas comedias…”, cobrando por estas funciones 2 ducados al mes.

A pesar de algún documento que deja constancia de que los profesionales de la escena poseían esclavos y que éstos podían desempeñar funciones relacionadas con la actividad teatral, como en realidad hicieron los criados libres de los actores, pocos son, en cambio, los que documentan que dichos esclavos se convirtieran en profesionales de la escena. Un ejemplo en este sentido nos lo ofrece un contrato fechado en Valencia en 1635, en el que se hacía constar que el clavario del Hospital General de dicha ciudad se concertaba con el procurador del autor Sebastián González, para que éste acudiera a Valencia con su compañía para representar en la ciudad. Entre los actores que figuraban como miembros de dicha agrupación se mencionaba a una “Luisa, la que fue comprada”, que representaría terceras damas. Esta simple indicación “la que fue comprada” nos sugiere que Luisa era, o había sido, una esclava, quizás comprada por el propio autor Sebastián González, pero que, sin embargo, formaba parte de la compañía de forma oficial y en ella desempeñaba la función de “tercera dama”. A pesar de haber alcanzado el escenario, sin embargo, la indicación que la señala como esclava o ex esclava no deja de ser ilustrativa del entorno humilde del que procedía, ya que, como se ha dicho, a los esclavos les eran reservados los escalones más bajos de la jerarquía social de la época. No obstante, esto no quería decir, como el caso de Luisa muestra, que los esclavos, o los hijos de esclavos, no pudiesen acceder al teatro y pisar la escena como profesionales, aunque a veces para incorporarse a él debían pasar por una puerta secundaria, como podía ser el prestar previamente servicio a un actor en calidad de criado, como era habitual en los casos de aquellos futuros actores que procedían de un entorno humilde (o que no estaban vinculados a una familia de actores).

Asimismo no es de extrañar que la futura actriz Francisca López, que hemos citado en varias ocasiones y que era hija de un “mulato y criado de el Duque de Naxera”, ejerciera primero como criada de la actriz Manuela (de) Escamilla para sólo luego pisar el escenario como actriz. Y si la condición de esclava de Luisa era recordada en el contrato con la indicación, al lado de su nombre de pila, de que “fue comprada”, Francisca López llevaría el apodo Guantes de ámbar probablemente como estigma también de su raza y de su pertenencia a la servidumbre (como hija de un criado y de una lavandera, o como criada que fue ella misma), y por lo tanto a un entorno humilde. Recordemos que muchos apodos se forjarían en la época a partir de los rasgos físicos de la persona a quien se aplicaban y muchos de dichos rasgos guardaban relación con el origen racial de la persona en cuestión.[4] A esta manera de proceder no fue extraño el autor de la Genealogía, el cual considerando la fuerza identificadora de este “mal nombre”, recordaba a los actores también a través de su apodo. Gracias a esta manera de proceder, sabemos que otros actores, de los que no se conservan más datos sobre su origen y cuyos nombres de pila no desvelan su pertenencia a otra raza (que no sea la blanca), y otra condición jurídica (que no los documente como libres),[5] eran, como Francisca López Guantes de ámbar, hijos de negros y podían ser, o habían sido, esclavos, como en el caso de Luisa. Tal debía ser el caso de la actriz Josefa María (Fernández) “conocida con el nombre de la Mulatilla”. O la actriz apodada la Negrilla y cuyo único dato conocido es el que nos facilita Casiano Pellicer en un Aviso, quien al mencionar la representación de los autos del Corpus en Madrid de 1641, afirmaba que el auto de don Francisco de Rojas titulado El sotillo de Madrid “representóle Jusepe y la Negrilla, con la mitad de la compañía de la Viuda [Juana de Espinosa].  

Además de éstos, otros datos apuntan a que los hijos de esclavos pudieron llegar a convertirse en actores en la época, a pesar de que su procedencia no les favoreciera, y no sólo porque fuesen hijos de esclavos, sino porque, en ocasiones, eran también hijos ilegítimos. De hecho, era bastante común en aquel entonces que los pequeños esclavos fueran fruto de relaciones ilegítimas, generalmente entre una esclava y su amo. Siendo pues, producto de este tipo de relación, el pequeño veía automáticamente empeorada su marginación social, ya que en estos casos normalmente el padre natural no solía reconocerle como hijo propio, sobre todo si estaba vinculado a la jerarquía eclesiástica. Éste fue el caso del actor y músico Lorenzo Escudero a quien “le vbo vn canonigo de Seuilla en vna esclaua que tenia en su casa, y hauiendole aberiguado otros tropiezos se vengo entre otras cosas en señalar al muchacho”.

Así cuando en la década de 1630 se documenta en los escenarios de la época la presencia de actores vinculados por su origen a otras razas y descendientes de probables esclavos, o ex esclavos a su vez, no estamos ante un fenómeno nuevo, pues ya a principios del siglo XVII Rojas Villandrando daba noticia, en El viaje entretenido, de haber trabajado en Sevilla en una compañía muy humilde cuyo autor era “Gómez”, y entre cuyos miembros figuraban también “un penitente y un moro de Berbería”. Unos años antes, en 1590, siempre en Sevilla, podemos documentar la presencia de Leonor Rija “mulata” en la representación del Corpus de esta ciudad bailando, tocando la guitarra, las sonajas y el timbal “en unión de otras cuatro mulatas y dos hombres”, por lo que recibieron 80 ducados. El caso de esta mulata confirma cómo ya en esa fecha se puede constatar la presencia de mujeres pertenecientes a otras razas en las representaciones teatrales, aunque su participación, como en este caso, estuviese limitada únicamente al baile y al canto.

 



[1] Una de las causas de la disminución de esclavos negros en España fue determinada, según Barrio Gozalo, por la sublevación de Portugal en 1640 que, de hecho, interrumpió el suministro de negros a la Península haciendo que a partir de esa fecha sólo pudieran introducirse algunos de ellos a través del contrabando, lo que determinó a su vez, y necesariamente, que su precio creciera.

[2] Muñoz Buendía ofrece un análisis comparativo, realizado en la ciudad de Almería en el primer tercio del siglo XVII, entre el precio de una esclava negra de trece años (181 ducados) y el de otros bienes de elevado precio como la tierra, las casas y el ganado. De este análisis se aprecia el gran valor económico de la esclava adolescente, ya que con el precio de una de ella se podían comprar 5 caballos (un caballo valía 36 ducados), una casa (cuyo valor por unidad era de 169 ducados) o 117,5 fanegas de trigo (100 fanegas valían 154 ducados).  

[3] De hecho, a diferencia de la carta de ahorría, cuyas disposiciones no se podían cambiar sucesivamente (y sólo se podía revocar o rectificar en el mismo momento en el que se firmaba el acto), la cláusula testamentaria podía ser revocada por el mismo otorgante cuando, por ejemplo, el esclavo no cumplía las obligaciones que su amo le había mandado, tal como afirma Alfonso Franco Silva, “Los negros libertos en las sociedades andaluzas entre los siglos XV y XVI”.  

[4] Aunque hay que advertir también que algunos apodos que aparentemente podrían estar relacionados con un rasgo racial, en realidad surgían a partir de algún papel que hizo famoso al actor/actriz que lo representó. Así por ejemplo en el caso de los apodos Mahoma, la Turca, el Indiano y el Bárbaro.

[5] Hay que recordar, según afirma Luis Fernández Martín, que la mayoría de los esclavos, o los que se convertían, eran bautizados y por tanto tenían nombres cristianos de los más comunes lo cual no permite distinguirlos, en la documentación de la época, de sus contemporáneos cristianos. Así que es probable que también entre los numerosos actores de la época hubiera algún que otro profesional perteneciente a otra raza pero cuyo nombre cristiano no permite identificarle como tal.